LOS HIJOS Y SU EDUCACIÓN EN LA FAMILIA:
- La primera infancia
- El “uso de la razón y la edad de la discreción”
- Educación, enseñanza y aprendizaje: la pedagogía
- del miedo
- La literatura de la civilidad y los tratados normativos
- ¿Educamos a las hijas?
- La enseñanza superior de Colegios y universidades
- Pluma, tintero y papelLOS HIJOS Y SU EDUCACIÓN EN LA FAMILIA
“..en este día bautice yo Cristóbal Reguillo a María, hija de Miguel de Requena y de su mujer Catalina Calera y fueron sus compadres Juan Cucharro de Lituero que la tuvo en los exorcismos y Juan Calero en la pila, y sus comadres la de Miguel de Matamoros y la de Juan Calero”[1]La primera infancia
Un niño, todo niño, inaugura la historia de la familia y la historia de la educación. La sociedad española del siglo XVI poseía un exacerbado confesionalismo, marcado por el estricto control religioso, ejercido a través de las parroquias, de tal forma que la historia de los “nacidos” es la historia de los “bautizados”, aunque no podemos afirmar que todos los nacidos fueron bautizados. En estos casos, la mayoría de las veces, recibían el bautismo extraordinario, ante el riesgo de muerte, aún reconocido por la iglesia sub conditione , cualquier persona puede bautizar al echar el agua al recién nacido. Práctica que se efectuaba de forma normal en los hogares familiares y mucho más en la Casa Cuna, donde ingresaban niños en condiciones muy difíciles de sobrevivir. Al niño que viene al mundo se le considera ante todo una criatura de Dios.
El bautismo a la par sacramento que borraba e pecado original, era un rito de socialización del niño y era además el momento de procurarle mediante ritos, tradicionales y un tanto mágicos, la calidad de los sentidos de la criatura. Así, cuando ya el sacerdote ha realizado el sacramento, se ponía al niño sobre el altar con el fin de fortificar el cuerpo y evitarle así cojeras o raquitismo. Para que no fuera mudo o tartamudo, los padrinos debían rezar las oraciones sin equivocación alguna, así se dice en las tierras de La Mancha, aunque en otros lugares, dicen que los padrinos deben besarse debajo de la campana al salir de la iglesia.
La primera infancia era la época del aprendizaje, tanto de la casa como del pueblo o aldea. Aprendizaje del juego en relación con otros niños, de su edad o mayores que eran quiénes les enseñaban más cosas. Aprendizaje de las técnicas del cuerpo, de las reglas de pertenencia a la comunidad del lugar, en definitiva aprendizaje de las cosas de la vida
La mortalidad infantil estaba en condiciones normales en torno al 100 por mil, e incluso llegaba al 400 por mil en momentos de percances demográficos. En los registros de entierro es muy usual encontrar las anotaciones de oficios de difuntos para “párvulos”, “infantes”, “niño párvulo”. Los entierros aumentaban en los meses de verano, descienden en otoño y vuelven resurgir con el frío invernal. A su vez, las crisis económicas causaban muchas muertes infantiles, derivadas del hambre y la escasez, mortalidad que se vincula a los grupos menos favorecidos de la sociedad y por lo tanto afectaba a la mayoría de la población.
Ya desde el siglo XV aparece una nueva mentalidad en torno al niño, se trata más que de nuevas muestras de afectividad, de una voluntad de preservar la vida del niño. Esta voluntad aumenta considerablemente desde el siglo XVI, y la meta de unos padres angustiados por la enfermedad del hijo es la de intentar curarlo. ¿Quiero esto decir que anteriormente no era esta la meta cuando el niño enfermaba? No, ni mucho menos, lo que ocurría es que la conciencia de la vida, del ciclo vital era diferente y los padres no tenían otro recurso que engendrar otro hijo, porque la vida era muy dura y era preciso perpetuar la especie. Este cambio de actitud respecto del niño, que es fundamentalmente mutación cultural, tiene una duración indefinida y no llevó el mismo ritmo en todas partes. Parece ser que fue en las ciudades donde emergió progresivamente desde el siglo XV y sobre todo en el siglo XVI.
La infancia en el seno de una familia, en líneas generales, disfrutaba de unas condiciones de mayor amparo. Aún así, la alimentación era un gran problema en el Antiguo Régimen, y las amas de cría cobran un extraordinario papel social. En las familias de la burguesía un mes antes del nacimiento se prepara la cuna, un cesto, alguna manta y el colchón. Hacia el mes de vida, aproximadamente, se lleva a la casa del ama de cría y cuando tiene en torno a los dos años, vuelve a casa de sus padres. La práctica de la crianza por un ama ajena a la familia es, por lo general, desaconsejada y hasta condenada por los moralistas, dicen: es peligroso para un niño pequeño, aún no terminado que se le alimente con leche mercenaria. Dar a un niño a criar no es novedad del siglo XVI.
En Florencia se conoce esta práctica desde el siglo XIV y se extiende en el transcurso del siguiente. Pero los padres envían a sus hijos a casa de las amas de leche o de cría, haciendo caso omiso de los moralistas de la época. ¿Porqué?
Porque en el mundo de la ciudad se imponen otros valores, diferentes de los del mundo rural.. la esposa del hombre de condición se ve liberada de una de las más pesadas tareas que de ordinario le incumben, y aunque por aceptar que a sus hijos los críe un ama el tiempo que media entre sus embarazos se acorta, le quedan periodos de tiempo libre que puede dedicar a la conversación, la lectura o el paseo[2].
Esta era una nueva manera de plantearse la existencia la mujer, pero debemos analizar la cuestión: por un lado se produce el alejamiento del hijo y al mismo tiempo esto le supone una mayor dependencia del marido porque de esa manera el papel de la mujer queda reducido al de simple reproductora, ya que en la ciudad el hijo es en primer lugar del padre y del linaje paterno
La tasa de natalidad habitualmente era de un 35 a 45 por mil. Las expectativas de una mujer, casada, en edad fértil era la de tener en torno a cuatro o cinco hijos, incluso en algunas zonas peninsulares puede llegar a ocho hijos. Ahora bien, lo más probable es que tan solo tres llegaran a la edad adulta, ya que la mayoría solía morir en el primer año de vida, sin importar el estamento social al que perteneciese. Habitualmente el número de hijos descendía en épocas de crisis económicas agudas, y no solo porque aumentase el celibato, sino porque el control voluntario de la natalidad era una realidad.
Sabemos poco de las prácticas abortivas y quizá no estuvieran muy extendidas, pero parece probable que las mujeres, acudiesen a hechiceras para interrumpir su embarazo. Son frecuentes las condenas de los moralistas contra las mujeres que intentaban abortar “tomando para ello medicinas o trabajando demasiado, o de cualquier otro modo”.
El problema era qué hacer con los hijos no deseados cuando había sido imposible evitar su nacimiento. El infanticidio fue una práctica violenta y tardía para limitar la fecundidad, y fue una realidad común a juzgar por los numerosos testimonios. Legalmente era un crimen que se castigaba con severidad, pero el infanticidio era un crimen que se practicaba en la intimidad del hogar, disimulado a veces en forma de accidente.
Otra práctica muy extendida en la época fue el abandono de niños: exposición de las criaturas al nacer. Los altos porcentajes de ilegitimidad, en torno al cinco por cien o más explican este fenómeno. La infancia de los niños destinados a las Casas Cuna, es la “otra infancia del periodo” la de los niños expósitos e ilegítimos, cuyo destino era coincidente. En el caso de los niños expósitos eran abandonados por sus familias ante la imposibilidad de alimentarlos y los niños ilegítimos era los “ocultados” para que no se conociese su gestación extramarital. Los ilegítimos son más numerosos en la ciudad que en el campo y en los registros de bautismo aparecen fórmulas como: “hijo de la tierra”, “hijo del sol”, hijo de la piedad”, “hijo de la iglesia”… La elevada cuantificación de los ilegítimos establece que en las zonas de litoral se dan unas elevadas tasas, en torno al 10 por ciento de los nacidos, situación que interpretamos como resultado del gran trasiego de la población en estos lugares. En ciudades del interior descienden hasta colocarse entre el cuatro y el seis por ciento, caso de Valladolid.
Los niños expósitos tenían una infancia marcada por el origen, de ella pervive el apellido Expósito, ya que los padres depositaban en la sociedad el destino del recién nacido, bien en la Casa Cuna u hospicio, un lugar benéfico (zaguán de la iglesia) o en la puerta de alguien que pudiera garantizar su sustento y manutención. Desde el siglo XVI el hospicio se le denomina inclusa, por extensión del uso que en Madrid se daba a la Virgen de la Inclusa que había en la Casa Cuna para las rogativas por los niños y niñas abandonados. El número de niños expósitos era también muy elevado, en torno a siete por cien en el litoral y al cinco por cien en el interior. En el campo estas cifras descienden.
Los textos del siglo XVI se hacen eco de que los padres de entonces son demasiado condescendientes con sus hijos y los moralistas denunciarán la complacencia culpable de los padres y madres respecto de sus hijos; así Locke a finales del XVII dice
que con mucha sabiduría la naturaleza ha inspirado a los padres amor hacia sus hijos, pero si la Razón no modera ese afecto natural con una extrema circunspección, degenera fácilmente en indulgencia excesiva. Y es que los padres demasiado apasionados de sus hijos no se dan cuenta del daño que les causan, pues cuando los niños se hacen mayores y sus malos hábitos crecen en proporción, los padres que ya no pueden regalarles ni juguetear con ellos, comienzan a decir que son unos pillos, unos espíritus ariscos y llenos de malicia.
Se considera de esta forma, que el mimo es causa de demasiadas debilidades y para luchar contra estos “excesos afectivos” toda una corriente pretende imponer en el transcurso del siglo XVII reglas de comportamiento conformes al decoro, y tal vez hay que ver en esta actitud represiva una de las razones por las que la Iglesia y el Estado se hagan cargo del sistema educativo.
En esta primera infancia el padre y la madre ocupaban un lugar importante en su primera educación. La primera infancia tocaba a su fin entre los cinco y seis años y el ciclo final se cerraba en torno a los diez años cuando la iglesia reconocía a ambos sexos, según una doctrina de Trento, “el uso de razón y la edad de la discreción”, que permitía administrar a los niños los sacramentos de la primera comunión y confirmación.
“El uso de la razón y la edad de la discreción”
A partir de ese momento para el niño se abrían diversos caminos: si pertenecía al estamento de los privilegiados entraría en una escuela donde aprendería a leer y las primeras escrituras o a un taller, en calidad de aprendiz de un oficio. Pero la inmensa mayoría pasaban al mundo laboral, es decir, eran los brazos para el campo que la familia necesitaba y un importante recurso económico. El trabajo infantil aportaba así lo necesario al grupo familiar para sobrevivir. La niña quedaba en el ámbito doméstico, en las tareas del hogar, donde el aprendizaje cumplía la función de convertirla en futura mujer, esposa y madre, pero que no descartaba su participación en el mercado laboral, aunque no era reconocido.
Por lo tanto el aprendizaje en la infancia y también en la adolescencia debía robustecer cuerpo, aguzar los sentidos, hacer al individuo apto para la vida y sobre todo, hacerle capaz de transmitir la vida para que, llegado el momento, garantizase la permanencia de la familia. Esto suponía una forma de educación en común, un conjunto de influencias que convertían a cada ser en producto de la colectividad y que preparaban a cada individuo para el cometido que d él se esperaba.
Juan de la Cerda, a fines del siglo XVI, consideraba que la niña lo era hasta los diez años aproximadamente, momento a partir del cual pasaba a ser doncella hasta los veinte años. A partir de ahí, ya le “cumplía” casarse.
Visto así, la juventud no era otra cosa que el transcurso hacia el matrimonio, el derecho a una sexualidad lícita, a tener responsabilidades sociales, laborales y económicas y en la familia se preparaba el camino. Desde el punto de vista legal, la tutela sobre los hijos era bastante prolongada, hasta los 25 años seguían dependiendo de la patria potestad del padre.
Educación, enseñanza y aprendizaje. “la pedagogía del miedo”
La convivencia y educación en el seno de la familia producía rechazos entre los humanistas, un desajuste que Erasmo de Rotterdam en su tratado De cómo los niños han de ser precozmente iniciados en la piedad y en las buenas letras, recomendaba huir de todos aquellos que opinaban que: los muchachos hasta la misma pubertad deben andar entre el besuqueo de sus madres, entre los mimos y regalos de las nodrizas, entre los juegos y boberías nada castas de sirvientas y criados, y que se los debe mantener lejos de la venenosa proximidad de las letras. Se sobreentiende que la proximidad de las letras la protagoniza un preceptor.
Si analizamos detenidamente el texto vemos que los besos corresponden a la madre, los mimos y regalos a la nodriza, los juegos y boberías a los criados. Ninguno de los protagonistas que se aproximan al niño es el padre. El niño es sujeto de la proyección afectiva de la madre, pero el niño es el principal protagonista de la familia. La edad del “mimoseo” es la de la primera infancia, en la que el afecto que requiere el niño sustituye a la razón; enseguida viene otra edad en la que el niño debe dirigirse, atarse, soltarle, marcarle sus aficiones… es aquí donde comienza la educación.
Juan Luis Vives, al igual que Erasmo de Rótterdam planifica la actitud de la madre respecto de sus hijos, para que no estén todo el santo día hechas monas besándolos y abrazándolos, que de mucho jugar con sus hijos los medio matan. Partidario de la lactancia materna y proponiendo como ejemplo a la Sagrada Familia, Vives propone educar a los hijos antes sabios y pobres que ricos y locos. Para lograrlo, la madre, además de su afecto, ha de poner cuero y correas, para que su hijo aprenda las letras.
La enseñanza ha de partir de un abuso de confianza, como los niños tienen una profunda fe en su madre, ésta ha de aprovechar esta ventaja para: Darles a entender que las riquezas, el poderío, las honras, la nobleza, la hermosura y disposición, ser cosas vanas y transitorias y de ser menospreciadas.
Al contrario, la justicia, la doctrina, la piedad, la continencia, la misericordia, la caridad con los prójimos, todas estas cosas ser nobles, éstas hermosas, éstas admirables, éstas ser dignas de ser amadas y seguidas, éstas ser verdaderos y firmes bienes.
La madre es quien ha de estar preparada para comunicar a sus hijos los principales valores, pero también será la encargada de administrar sanciones y castigos, especialmente a las hijas, “porque los hombres con las licencias nos hacemos peores, más las mujeres se tornan malas del todo”. La comunicación debe hacerse empleando cuentos y metáforas sacado de la vida natural y del paralelismo que puede observarse en la comparación de comunidades animales y sociedades humanas, porque muchas de las virtudes y comportamientos animales son aprovechables por los humanos.
La educación de los hijos es fundamentalmente un trabajo de “casa”. Los principales componentes de la educación familiar serían:
- El componente educativo más importante es el ejemplo que los demás miembros de la familia den al niño.
- Los que aprenden aferrados al temor y los que enseñan, moderando las amenazas.
He aquí los componentes principales de una “Pedagogía del miedo” que forma parte de una larga cadena educativa general que comenzaba en la casa, continuaba en la parroquia y se perpetuaba y perfeccionaba en la predicación y en la confesión sacramental. La educación formaba parte del trabajo de moralización, y junto a la enseñanza de las primeras oraciones, artículos de fe, mandamientos, obras divinas… se había previsto una instrucción de carácter general que separaba a los niños de las niñas, destinando a éstas a la formación doméstica y a aquellos al aprendizaje de las letras y a recibir una instrucción preliminar. El objetivo es sustituir el discurrir abstracto por un recetario moral de carácter muy elemental.
¿Qué entendían por educación la mayoría de los moralistas del XVI? Hay una tendencia general a identificar educación con la instrucción en la fe, la doctrina y las buenas costumbres. Desde esta perspectiva, el concepto de educación aparece enfocado fundamentalmente, desde el punto de vista moral, de lo que se trataba, cumpliendo con el mandato divino, era de criar y educar hijos para el cielo, lo que equivalía a decir buenos cristianos. Todos cuantos se ocupan de este tema coinciden en este aspecto y advierten a los padres sobre la obligación de educar a sus hijos, desde pequeños, en la religión. Este preeminencia dada a la formación religiosa de los hijos, se observa en la obra de V. Mexía o el padre Arbiol para quien este adoctrinamiento-educación consistía en tres cosas fundamentales
[3]:
- enseñarles lo bueno
- apartarles de lo malo
- guiarles con el buen ejemplo
M. Bellosartes recomendaba para ello la utilización de libros devotos, catecismos y la lectura, en los días de fiesta por el padre o la madre de familia, de algún pasaje que después comentarían
[4]. Además de la lectura los padres debían procurar con su buen ejemplo llevarlos desde los primeros años por el camino de las virtudes y los valores que tanto la religión como la sociedad le exigirían cuando tuvieran que enfrentarse a su vida de adultos. Así , la responsabilidad que se les exige a los padres en este proyecto, se concibe como una reproducción exacta del esquema social existente.
El Padre Arbiol pensaba que el valor de la educación que los hijos recibieran en el seno de la familia era tal que si los padres no sabían llevarla a cabo correctamente…. Nada valen las leyes, inútiles son los decretos
[5]. Además, durante los primeros años, la vida de los niños, sus cuerpos y sus almas son como barro que se modela bien o mal, una vez seco no podrá volver a su forma primitiva si no es rompiéndolos. Por eso es a los padres a quienes corresponde mantener las buenas intenciones y corregir las malas. Así se pronunciaba
J. de Espinosa: en la edad pueril se enseñan acostumbran y humillan más fácilmente los hijos al antiguo proverbio que dice dóblase el mimbre cuando es tierno[6].
¿Qué métodos debían emplear los padres para que sus hijos se convirtiesen en hombres virtuosos y útiles a la sociedad? Lo ideal era mantener un equilibrio entre ternura y severidad, o al menos, así lo opinaba el jesuita M. Sánchez, quien consideraba que si había de producirse alguna inclinación hacia un lado u otro de ese punto medio, sería conveniente que fuera hacia la severidad y no hacia el de un amor excesivo:
Se debe evitar la demasiada blandura y regalo en la crianza de los niños mayormente quando van siendo grandecitos[7].
A partir de los siete años era el padre quien se hacia cargo de la alimentación y educación de sus hijos. Al padre rara vez se le representa como un ser afectuoso que expresa el amor que, por naturaleza debía sentir hacia sus hijos; parece que este sentimiento está reservado, a al menos lo expresan con mayor intensidad las madres. Por eso, cuando los moralistas, refiriéndose a la segunda infancia, se dirigen a las madres para advertirles que no desvíen con su amor desmesurado a sus hijos del camino que su marido, con severidad y disciplina, trata de marcarles. Porque es severidad y disciplina lo que aconsejan los moralistas al padre de familia en lo que se refiere a la forma de educar a sus hijos y la conveniencia de un castigo a tiempo, es aprobada por la mayoría de ellos. P. Luján aprobaba el castigo, no solo para tratar de corregir una mala acción, sino como medio siempre eficaz para educar a los hijos:
“Y así a unos como a otros aprovecha el castigo dende que son chiquitos, porque al bueno y que naturaleza le dio buena inclinación prevalecerá en ella y al malo y que se la dio mala, enmendarla ha, porque casi siempre la buena costumbre prevalece contra la mala inclinación”[8].
El padre debe procurar, de un modo u toro, que sus hijos se conviertan en hombres útiles, sobre todo evitando que estuvieran ociosos, inculcándoles desde pequeños la idea del trabajo como un bien necesario. Así pues al padre correspondía, darles un oficio a sus hijos o los medios necesarios para que pudieran mantenerse con sus trabajo y para ello necesitaban formarse adecuadamente: leer, escribir y contar eran las tres cosas, que según el P. Arbiol debían valorarse como “prendas decentes de un hombre racional”.
Casi todos los moralistas cuando definen el papel que el padre desempeña en la educación de sus hijos, se refieren a los hijos varones. A las hijas había que enseñarles otras cosas y esta enseñanza se ponía en manos de la madre, de modo que ésta recupera parte de la responsabilidad de la que se le privaba en el caso de los hijos varones.
Las razones de esta diferenciación se deducen fácilmente. El reparto de funciones entre los padres responde al mismo principio que explica la existencia de estos dos programas diferentes para la educación de los hijos y de las hijas: la pertenencia a uno u otro sexo.
Si a los varones se les educa para que se conviertan en hombres útiles a si mismos y a la república, a la mujer debe educársela para que llegado el momento sepa cumplir con sus obligaciones de esposa y madre[9].
Y este era el destino que la sociedad le asignaba a la mujer, además de ser instruidas en la fe y en las virtudes, debían saber coser, hilar, bordar, cocinar, lavar, ejercicios honestos y útiles. Todos los moralistas están de acuerdo en esto; sin embargo las posiciones se dividen cuando se aborda otro aspecto interesante: la posibilidad o conveniencia de que la educación femenina se completase con otras materias directamente relacionadas con la formación cultural: leer y escribir.
Luis Vives, adelantándose a su tiempo, y aunque como los demás afirmase la inferioridad femenina y su obligación de someterse al padre o esposo, dice algo a favor de la mujer. Para él, la mujer tiene la misma capacidad que el varón para las letras y critica a quienes, desde posiciones basadas en el rigor, consideran peligrosas a las mujeres instruidas. Pero lo habitual era que, aunque se admitiese la posibilidad de que las hijas podían incluso leer y escribir, casi todos estaban de acuerdo en que no aprendieran a leer ni a escribir. En consecuencia el aprendizaje de la lectura era sólo un aspecto secundario en la formación de la joven, y por otro lado se trataba de una lectura dirigida y limitada, pues debía reducirse a libros piadosos y en ningún caso debería leer libros profanos, en especial de comedias.
Luis Vives ofrece una extensa relación de lecturas apropiadas: los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, sus Epístolas, San Jerónimo, San Ambrosio, San Agustín y algunos clásicos. Es decir todos aquellos libros que pudieran contribuir a fomentar en ella las virtudes propias de su condición y de las funciones que se le asignan: modestia, vergüenza, castidad, prudencia, sumisión y piedad cristiana. Condena las novelas de caballería, las novelas de tema amoroso y las comedias.
Los moralistas rechazaban estas obras por el temor a que actuasen como un revulsivo para la mujer, que la llevase a dudar si la posición que ellos le habían asignado era la única posible. En estos libros se hablaba de aventuras irrealizables, desligada de su quehacer cotidiano, que representaban una gran tentación al ser imaginadas desde la rutina en que vivían las mujeres. Por todo ello, el que las jóvenes no aprendieran a leer o contar era una postura lógica desde la perspectiva de los moralistas.
La necesidad de mantener a las hijas alejadas de cualquier contacto masculino, ya desde su más temprana infancia, e incluso de sus hermanos, aconsejaba que su instrucción corriera a cargo de su madre, hermanas mayores o tías. Si hubiera que recurrir por necesidad a los servicios de un varón debería escogerse a un hombre anciano. Por la misma razón se consideraba poco conveniente la asistencia a la escuela de las niñas. Esto dice el padre Astete al respecto:
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.. lo uno porque del trato y la conversación de los muchachos de la escuela (que suelen ser libres y traviesos y deshonestos) se les puede pegar alguna roña de libertad y malas costumbres. Lo otro porque el fuego de la concupiscencia en la tierna edad comienza a arder y va creciendo y por poco que le atize arderá sin remedio. Lo otro porque la doncella que cuando niña se acostumbra a salir fuera de casa, se haze (sic) callejera y amiga de ver gente: lo qual en cualquier mujer es cosa reprehensible, quanto más en la doncella y cosa ocasionada y peligrosa para perderse[10]Esta concepción de la mujer y de sus capacidades de aprendizaje en materia de letras respondía no solo al modelo teórico defendido por los moralistas, sino que era compartida por buena parte de la sociedad. Es la obsesión por el pecado de la carne, la concepción del ideal de la doncella como expresión perfecta de la castidad. Todos estos autores recomiendan a las madres que observen si hay signo de deshonestidad en las hijas, su modo de vestir, sus salidas, sus compañías, sus conversaciones e incluso el modo que han de comportarse en la comida o al dormir, todo será minuciosamente reglamentado; reglamentación de la que se veía exento el hijo varón, aunque se le aconsejaba una existencia virtuosa.
Se confundía sabiduría y ciencia y todo debió organizarse alrededor de la fe. Los primeros tratadistas, exceptuando Erasmo de Rótterdam, solo distinguen una clase de ciencia y una sabiduría. Así lo expresaba Juan de Valdés en su obra
Diálogo de doctrina cristiana: (…) Antronio: Veamos, ¿qué diferencia hacéis vos entre sabiduría y ciencia?, porque a mi todo me parece una misma cosa. Arzobispo: Yo os lo diré: que la sabiduría, que es ciencia sabrosa, es para conocer, gustar y sentir a Dios, y así, cuanto más tiene el alma esta sabiduría, más conoce y más siente y más gusta. Esta la da Dios muchas veces a una viejecita y a un idiota y la niega a un letradazo, de tal manera que si le habláis de ella le parecerá que es algarabía o cosa semejante. Es la ciencia que particularmente para los que han de enseñar la palabra de Dios, y así habéis de entender que ésta es la que Jesucristo prometió a sus Apóstoles, a la cual, les dijo, que no podrían los hombres resistir. Bien es verdad que muchas veces se toma la una por la otra, quiero decir, la sabiduría por ciencia y por el contrario; pero mirad que debajo de este nombre de ciencia no entendáis esta que con industria humana se adquiere, la cual hincha y ensoberbece.
La idea de ciencia que Erasmo representa en su obra “Elogio de la locura”, nada tiene que ver con las definiciones de Valdés. Dice que la sabiduría se adquiere por la lectura de los libros y en el diálogo con los verdaderos sabios. Arremetió contra los pedantes y sus críticas se centraron en personajes que reproducen la vieja tradición como leguleyos, eclesiásticos, gramáticos… En el siguiente texto podemos conocer su postura:
Tomemos para ello un verdadero modelo de sabiduría, el que ha consumido en el estudio de las ciencias toda la infancia y la juventud, y perdido lo mejor de su vida en vigilias, cuidados y fatigas, y que en todo el resto de su vida no ha saboreado el menor placer; siempre sobrio, pobre, triste, sombrío, severo y duro para si mismo, grave e insoportable para los demás; muy pálido, delgado, enfermizo, legañoso, con aspecto de viejo, calvo mucho antes de tiempo y que abandona la vida prematuramente. ¿Qué importa, por lo demás, que muera así quien nunca ha vivido? Ahí tenéis la egregia imagen de un sabio.
El aprendizaje es una actitud y un trabajo permanente que consume a quienes lo practican. Un humanista anterior a Erasmo, Rodolfo Agrícola (1444-1489), entendía la educación como un proceso de aprendizaje en el que la lectura, la memoria, el ejercicio continuado para conseguir más conocimientos y la expresión cuidada y elegante, resultaban claves para acercarse a las ciencias y a la sabiduría.
La literatura de la civilidad y los tratados normativos
La literatura de la civilidad y los tratados normativos tienen un fin pedagógico: todos tienen en común la misma voluntad de exponer y de enseñar los modales legítimos. Pero en cada uno de los distintos textos puede intentar identificarse unos destinatarios y sobre todo un uso particular de la civilidad. Las transformaciones de los comportamientos son lentas, difusas, a veces contradictorias por lo que resulta excepcional que ante una evolución o involución se le asigne una fecha. Sin embargo la historia de la civilidad nos ofrece esa particularidad, pues arranca de un texto de Erasmo: De civilitate forum puerilium libellus, publicado por primera vez en Basilea en 1530. Se trata de un corto tratado didáctico en latín en el que se fija el género literario que dará a la pedagogía de los buenos modales una amplia difusión social, a lo largo de tres siglos.
El texto se consideró en principio una obra menor, una obra trivial. En una decena de páginas reúne una serie de consejos para uso de los niños, que tocan las principales circunstancias de la vida en sociedad. Trata así, los comportamientos sociales, el porte, en la mesa, en el juego, en la iglesia, y todo lo relativo a acostarse, dormir o levantarse. Erasmo continúa con esta obra, una tradición muy antigua, y se apoya en primer ligar en la literatura clásica, tratados de educación y de fisiognomías que va de Aristóteles a Cicerón, Plutarco o Quintiliano. También continúa la tradición medieval, que desde el siglo XII, se impone regular los comportamientos y por último Erasmo no olvida la sabiduría de las naciones: proverbios, sentencias, fábulas.. donde se halla un saber perdido, sencillo e insensible a las modas.
En el comienzo De civilitate dice: para que el buen natural de un niño se descubra por todas partes, su mirada ha de ser mansa, respetuosa y decorosa; los ojos huraños son indicio de violencia; los ojos fijos, signo de descaro; los ojos errantes y extraviados, signo de locura; no han de mirar de través, lo cual es propio de un bellaco, de alguien que medita una maldad; no han de estar abiertos desmesuradamente, lo cual es propio de un imbécil; bajar los párpados y guiñar los ojos es indicio de ligereza; mantenerlos inmóviles es indicio de carácter perezoso….. no es casual que los antiguos sabios dijeran que el alma tiene asiento en la mirada.
El tratado de Erasmo innova en tres puntos fundamentales: En primer lugar, se dirige a los niños, mientras que los textos anteriores se dirigían a los jóvenes y adultos indistintamente. Con la piedad, la moral y las humanidades, la civilitas es parte de una pedagogía de base en la que el humanista deposita una gran confianza, y es que, figura de la sencillez y la inocencia, el niño, que aún no ha sido pervertido por la vida social, está dispuesto para cualquier aprendizaje a la vez que encarna una especie de transparencia elemental, no sabe disimular nada de lo que es. En segundo lugar, la obra se dirige a todos los niños sin distinción, los anteriores se dirigían exclusivamente a las élites. Pero Erasmo, aunque el tratado está dedicado a un joven noble dice lo siguiente: Es vergonzoso para quienes son de noble cuna no tener la buena conducta que corresponde a su noble extracción.. Aquellos a quienes la fortuna ha hecho plebeyos, personas de humilde condición, hasta campesinos, han de esforzarse tanto o más en compensar mediante buenos modales, las ventajas que les negó el azar. Nadie elige su país o su padre: todo el mundo puede adquirir buen modo y buena conducta. En tercer lugar, De Civilitate quiere enseñar un código válido para todos.
La novedad del tratado de 1530 es más bien de índole antropológica y moral, dado que Erasmo quiere basar el vínculo social en el aprendizaje general de un código común de comportamientos. Más que tratar de constituir los elementos de un saber sobre el hombre íntimo, intenta inculcar una actitud social que requiere un trabajo sobre uno mismo frente al semejante. La regla más importante de la Civilitas es disculpar con facilidad las infracciones de los demás. Así pues, “no se trata de escudriñar en lo secreto de las almas ni de forzarlas, sino de preparar a los niños para que vivan mejor”.
En el siglo XVI la obra se convierte en un auténtico best-seller y se hacen ediciones en París, Amberes, Francfort… En total un mínimo de ochenta ediciones y catorce traducciones localizadas y miles de ejemplares antes del año 1600, producidos y publicados, principalmente en la Europa septentrional. Pero esta obra no es sólo un éxito editorial y obviamente de lectura, sino que rápidamente el texto es objeto de un trabajo colectivo que manipula sus intenciones y, al mismo tiempo, define de nuevo sus usos. Sus transformaciones se producen ya en torno a 1550. Veamos cuáles fueron sus variaciones: La primera variación, Civilitate, nacido de un proyecto humanista, entra en la jurisdicción de las reformas protestantes, dado que el problema de la educación de los niños es crucial para los reformadores. Así un pastor alemán decía: ¿Hay sobre la tierra algo más preciado, más estimable y más amable que un niño piadoso, disciplinado, obediente y dispuesto a aprender?. Este interés por la educación se funda en dos convicciones: La primera, opuesta totalmente al pensamiento de Erasmo, es que el niño, como criatura, es malo, y que todo le arrastra hacia el mal.
Solo la gracia puede salvarle, pero, al menos una pedagogía densa puede preparar el terreno y cortar provisionalmente sus malos instintos y su amenazadora espontaneidad. La segunda dice que, incluso estando condenados al pecado, estos niños llegarán a ser adultos que deberán vivir juntos y su preocupación religiosa, pasa a ser política, por eso en la mayor parte de los lugares en que la Reforma se ha impuesto, los programas son objeto de un minucioso control por parte de las autoridades laicas y eclesiásticas. En este proyecto de control, Civilitate, desempeña una función esencial pues permite a la par disciplinar las almas mediante las coacciones que se ejercen sobre el cuerpo e imponer a todos los niños una misma norma de comportamiento social. Tiene además la ventaja de permitir que el niño ejerza sobre sí mismo un constante control de su tiempo, de sus ocupaciones y de sus actitudes.
La segunda evolución se halla dentro de la primera, es la escolarización de la civilitas, idea que en absoluto está en el proyecto de Erasmo, ya que éste es más bien partidario de la educación doméstica, dirigida por los padres en el ámbito de la familia, o en última instancia, confiada a un preceptor cuidadosamente elegido. El niño, dicen los reformistas, puede así encontrar los ejemplos que le enseñarán a vivir: “si le llevan a la iglesia, aprenderá a arrodillarse, a la devoción….. Aunque ni Erasmo ni los pedagogos protestantes, renuncian a hacer de la familia el ámbito de una inculcación específica sometida a la autoridad del padre, pero esto solo ya no basta, hay que añadirle una disciplina que no puede ser sino aprendizaje socializado a través de la escuela. Desde ese momento la Civilitas tiende a convertirse en un ejercicio escolar destinado a proporcionar una instrucción indisolublemente religiosa y cívica.
Esta enseñanza de la civilidad va destinada a los niños entre los siete años y los doce, cuando adquieren los elementos primeros del saber: leer, escribir y a veces contar. Pero la obra no se limita solo al mundo reformado; su lectura se recomienda en universidades como la de Lovaina en 1550 y en el texto comienzan a aparecer añadidos que lo acompañarán durante mucho tiempo: alfabetos, compendios de puntuación y de ortografía. Se trata ya de un manual. El texto evoluciona enseguida y también, las prácticas que posibilita, se le valora por sí mismo, así, dicen que es preciso aprender el texto de memoria, dialogarlo como un catecismo e incluso retener algunas máximas que deben saberse. En la escuela, el aprendizaje de las reglas es objeto de ejercicios que se repiten: el niño escucha al maestro, después repite, lee a su vez, escribe, recita….
¿Educamos a las hijas?
Solo gracias al humanismo renacentista comenzó a aceptarse en la Europa del siglo XVI la idea de que las mujeres pudieran recibir una instrucción intelectual. Y fue probablemente, Erasmo de Rótterdam quien sostuvo una posición más progresista al respecto, no poniendo restricciones acerca de qué materias podían ser objeto de conocimiento por parte de las mujeres, ni límites en cuanto al nivel cultural e intelectual que éstas pudieran alcanzar.
Se trataba, de un aprendizaje que debía ir en todo momento dirigido al mejor gobierno de la casa, a la enseñanza de los hijos, a enriquecer la vida doméstica de las familias acomodadas, pero nunca a constituir una alternativa a ésta, de la misma forma que tampoco se consideraba apropiado que la mujer instruida hiciera gala de sus conocimientos en público. Luis Vives, en su Instrucción de la Mujer cristiana, opinaba que “ni hay mujer buena si le falta crianza y doctrina, ni hallaréis mujer mala sino la necia y la que no sabe”. Tal optimismo humanista- casi más propio de la Ilustración- estaba muy lejos de responder a un estado de opinión generalizado, menos aún entre los círculos eclesiásticos. Fray Luis de León, decidido adversario de la instrucción femenina, basando su argumentación en una supuesta inferioridad natural del intelecto femenino decía: “Así como a la mujer buena y honesta la Naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un solo oficio simple y doméstico, así las limitó el entendimiento y, por consiguiente, las tasó las palabras y las razones”
[11].
Pero igual que en tantos aspectos de la realidad de la época, lo que proclamaban los moralistas como modelo era una cosa y la forma en que se vivía otra muy distinta. Pocos padres debieron estar dispuestos a educar a sus hijas de acuerdo con los más rigurosos criterios de la Iglesia por temor a no poderlas casar jamás, a no ser que estuvieran decididos a la que muchacha profesase en algún convento o que se quedase junto a ellos para siempre en el hogar paterno. Las españolas de extracción social humilde, lo mismo que los varones, tanto del campo como de la ciudad, eran analfabetas y solo adquirían los conocimientos necesarios para el desempeño de las labores caseras o de las faenas del campo. En contextos sociales urbanos, entre las clases medias y altas, a las mujeres, para que fuesen consideradas atractivas y deseables, se les exigía algo más que docilidad y habilidades domésticas. Eran precisas otras virtudes más mundanas, y tal vez por ello, recrudecían los alegatos de los teólogos y moralistas contra la libertad de costumbres y la pésima educación de las hijas de familia.
¿En qué consistía la educación de una joven distinguida?. Si los padres son nobles y ricos la criarían y adoctrinarían bien, enseñándole todos los ejercicios y habilidades convenientes; sobre los caseros, lavar, bordar, y los demás que es bien que una mujer sepa para no estar ociosa, sabía leer, escribir, tañer y cantar a un arpa
[12]. Las jóvenes de esta clase social recibían instrucción elemental a la que solían añadir habilidades consideradas como un “adorno social” imprescindible: cantar, bailar, tocar algún instrumento, recitar versos… Pero la instrucción de las mujeres fue muy limitada, quizá por eso llamase tanto la atención de los contemporáneos y despertase tantas burlas las escasas mujeres que se preocuparon por los estudios clásicos o participaban en tertulias literarias, entre ellos Quevedo, fue el más cruel de todos y en La Culta Latiniparla describió a una tal doña Escolática, la cual era “más conocida por sus circunloquios que por sus moños”. Culteranos y conceptistas, poetas y dramaturgos, no toleraron en las mujeres los mismos excesos verbales que entre ellos tanto aplaudían, censurándolas sin piedad y presentándolas como redichas y sabihondas.
Sabemos que lo que leían las mujeres con gran pasión eran las novelas de caballería; un gusto que no retrocedió a pesar de los ataques prodigados por los moralistas o el mismísimo éxito de El Quijote que tanto contribuyó al descrédito de los ideales caballerescos. Casadas y solteras, nobles y plebeyas fueron incapaces de sustraerse a los encantos de un género en el que, por una vez, el hombre aparecía rendido ante la mujer, dedicado en cuerpo y alma a servirla, protegerla y atender sus deseos, hasta el extremo de morir de amor ante su ausencia o rechazo. Un amor, además, que solía estar libre de ataduras materiales y no excluía el adulterio. Toda una subversión metafórica que como expresara Maritormes en El Quijote, ayudaba a olvidar la sordidez habitual de las relaciones cotidianas: No gusto yo de los golpes que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras; que en verdad que algunas veces me hacen llorar.
La enseñanza en Colegios y Universidades
La enseñanza superior de Colegios y Universidades no llegaba al común de la población. El escritor inglés Bel
[13] afirma que aunque en aquella época no eran conocidas las escuelas primarias, los sacerdotes o algunas otras buenas personas enseñaban a los jóvenes los rudimentos del saber. J. Zarco dice que tal vez pueda asegurarse que no existían escuelas de primaria como hoy las conocemos y con locales destinados a la enseñanza
[14].
Existieron las escuelas de Primeras Letras y de Gramática, sostenidas por los Concejos que podían mantenerlas y existieron además centros de religiosos que desde mediados del siglo XVI ya encontramos en algunas zonas como Alcaraz. En este siglo aumentan las poblaciones que cuentan con maestros para niños, en algunos casos preceptores de Gramática o Latinidad contratados con dinero público del Concejo, como en Alcaraz, pero la escasez de recursos por parte de dichos Concejos y de las propias familias, impide contratar estos maestros y recurren entonces a una financiación mixta, entre la familia y los concejos. Así el concejo de Alcaraz procuraba mantener unas escuelas de Primeras Letras y Gramática, contratando, entre otros maestros, al bachiller Villar en 1523, al bachiller Gutiérrez en 1574, al licenciado Pedro Simón Abril en 1578 y al licenciado Molina en 1589.
Podemos afirmar que la enseñanza entró en un proceso de desarrollo en España y en ciertas localidades de la provincia de Albacete durante el siglo XVI, especialmente desde mediados de siglo, sin embargo este desarrollo de la ciencia y de la cultura, lejos de suponer para los contemporáneos un motivo de satisfacción, se entendía como una posible causa de la decadencia que sufría el país y de ello se lamentaban poetas, obispos, letrados etc.
Fernández de Navarrete[15] decía al respecto: parece conveniente lo que el Consejo propone de que se reformen muchos estudios. Y aunque parezca que tiene algo de rigor el quitar a la gente plebeya la ocasión de valer por medio de las leyes, no lo es, considerada la necesidad que los reinos tienen de gente que acuda a los ministerios de las armas, a la labor de las tierras y al ejercicio de las artes y oficios {….} y débese ponderar que en tan corta latitud como la que tiene España hay 32 universidades y más de cuatro mil estudios de Gramática, daño que cada día va cundiendo más. Se estimaba en unos 70.000 los estudiantes de Gramática y universidades, un número que consideraban excesivo y a todas luces desproporcionado a la población general. Quevedo echa la culpa de todos los males del país a los letrados o abogados, plaga que medró en estos estudios y universidades, aumentando con su número el pleitear sin tasa que aquejó a los españoles de los siglos XVI y XVII.
En la provincia de Albacete los religiosos que contribuyeron a extender la cultura y educación fueron los franciscanos. Su convento de Alcaraz se convirtió en un centro de estudio, donde se leía Filosofía, Teología Escolástica, Teología Moral… El convento de Albacete estaba dotado de Cátedras de Latinidad y Filosofía e igualmente el de Jorquera, además de una valiosa biblioteca. En el convento franciscano de Hellín se podía estudiar Gramática y también el de Villarrobledo. El Concejo de Alcaraz, consciente de la importancia que para la cultura suponía el tener un convento de religiosos, solicitaba a finales del siglo XVI a las autoridades de la Compañía de Jesús que se instalasen en la ciudad, lo que harán en el año 1619.
Dada la situación social y económica de la población, es lógico pensar que los estudiantes, tanto de la provincia como del resto del país, pertenecían a la clase privilegiada y en el caso de Albacete, eran en su mayoría hijos de hidalgos, aunque “no falta algún estudiante del estado llano, como un estudiante de Villarrobledo, hijo de labradores, honrados y antiguos”
[16].
Michel de Montaigne en sus “Ensayos”, publicados en 1580, en el capítulo XXVI, sobre la “Educación de los hijos”, se dirigía a Diana de Foix, condesa de Gurson, en este sentido:
Señora, es la ciencia gran ornamento e instrumento de maravillosa utilidad, sobre todo para las personas elevadas a vuestro nivel de fortuna. En verdad que manos viles y bajas no hacen uso auténtico de ella. Además, le ofrecía el perfil del buen preceptor y en pocas páginas sintetiza un programa educativo en el que insiste más en la formación que en la información. Sus postulados educativos podemos resumirlos en los siguientes aspectos:
- El niño no debe aprender por repetición, no debe de atosigársele con un exceso de información,
debe gustar las cosas, elegirlas y discernirlas por sí mismo.
- El maestro ha de escucharle mucho para adaptarse mejor a él.
- Al preceptor
deben importarle más los contenidos, el sentido y la sustancia de las cosas, que las palabras.
-
No ha de emplearse nunca la autoridad y es preferible que enseñe más de un argumento de las cosas, e incluso que dude, pues solo los locos están seguros y resolutos.
- El buen maestro sabe que la razón y la verdad son patrimonio de cada uno y conviene ejercitarlas convenientemente, incluso percibiendo con el trato humano cosas que, aparentemente, son de poca importancia.
- El aprendizaje ha de ser total, porque
todo cuanto se presenta a nuestros ojos sirve de valioso libro: la malicia de un paje, la necesidad de un criado, una frase de sobremesa, son otras tantas materias nuevas.
- El niño debe educarse fuera del trato con sus padres y ha de preparársele para la dificultad y el rigor..
- El preceptor ha de cuidar el conjunto de valores que definen el espíritu de servicio, la disponibilidad ante la verdad y los más altos ideales, la fidelidad a su rey, el estudio de la historia.
Esta propuesta educativa busca equilibrar el “endurecimiento del alma con el endurecimiento de los músculos”. Ha de preparársele en la carrera, en la lucha, en la música y la danza, en la caza y en el manejo de los caballos y de las armas. Este proyecto de Montaigne participa de las opiniones anteriores de los humanistas precedentes que denuncian las escuelas y colegios que son para el niño “una verdadera prisión de juventud cautiva” y dicen:
Si os acercáis a ellos, no oiréis más que gritos de niños atormentados y de maestros desquiciados por la cólera.
Estas eran las escuelas con maestros párrocos o sacristanes; pese al modelo de colegio de los jesuitas o franciscanos, que tienen gran aceptación en toda la Europa católica, la escuela es una conquista tardía y su modernización y profesionalización son obra de los tiempos contemporáneos. Hasta finales del siglo XVII no se aceptó la necesidad de alfabetizar a las niñas y las escuelas a las que hubieron de asistir continuaron insistiendo en los tópicos tradicionales: “la mujer estaba hecha para el espacio doméstico” y, en consecuencia, el “barniz escolar se llenó de grises formadores del tópico
[17]”.
Pluma, tintero y papel
Lo normal es que se enseñara repetitivamente utilizando el silabario,, la copia o la cartilla, pero también existían ,mayores primores pedagógicos, como el
Libro de la buena educación y enseñanza de los nobles , donde vemos que se vincula la enseñanza al juego: ha de haber mucha consideración de que el ejercicio que se les diere no sea carga contra su voluntad, sino juego a su gusto. Y de esto ha de servir la prudencia y destreza de los que los tuvieran a su cargo, que del trabajo pesado hagan juego gustoso; haciéndoles un juego de letras cortadas en metal o enmadera y jugando con ellas, a pocos juegos las conocerán y llamarán por sus nombres; y como se hacen tejuelos o bolillos, les podrían hacer letras del a, b, c, para que los niños comenzasen a jugar con ellas, aunque yo soy del parecer que el escribir y el leer se han de enseñar conjuntamente”[18]Silabarios y cartillas constituían el arranque de un proceso que conduciría a los niños hasta las lecturas de adultos. Aprender la letra redonda, escribir con letra bastarda y a operar con las “cinco” reglas: sumar, restar, multiplicar, medio partir y partir por entero, constituía la enseñanza básica. En Madrid, en el año 1600 había unos 25 maestros que tenían aprobado el examen. Se escribía con cañón de pluma de ave, “derecho, no muy grueso, claro y transparente, redondo y liso, sin nudos, su casco delgado porque si es muy gordo es peloso”. La tinta más barata era la que resultaba de mezclar con hiel de jibia la tinta que usaban los curtidores para teñir los cueros de negro, pero la mejor tenía esta receta:
“Echa a remojo en azumbre y medio de agua o de vino seis onzas de agallas partidas y déjalas cuatro o cinco días; luego sácalas y echas en aquel vino cinco onzas de caparrosa molida {sal férrica} trayéndola alrededor y tres onzas de goma arábiga por moler. Después échalo todo junto y menéalo muy bien y tenlo al sol dos o tres días más[19]Según fuera la suavidad del papel- inversamente proporcional a la cantidad de cola que se le hubiera dado para atiesarlo- así sería la calidad de la escritura, porque cuanto más basto menos lo impregnaba la tinta. Si caía algún borrón, se podía elaborar un polvillo con albayalde molido y leche de higuera que, una vez seco, dejaba el papel de nuevo blanco y preparado para la escritura. El papel se hacía con hilos de los trapos, que se molturaban en molinos hidráulicos y que, una vez prensado, se dejaba encolar hasta que las grandes resmas quedaban completamente tiesas. Cada papelero firmaba su producto o filigrana o marquilla transparente que permitía reconocerlo. El mejor era delgado, blanco y suave, como el importado de Génova, quedando el del país muy por debajo en calidad, como se pede observar al tocar las hojas de la primera edición de El Quijote, hecha con papel de molino de los monjes de El Paular.
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NOTAS:
[1] ADAB: Libro I de Bautismos de Lezuza
[2] GÉLIS,J: “La individualización del niño” en Historia de la vida privada. Taurus. 1990. Bajo la dirección de P.Ariès.
[3] ARBIOL, A: La familia regulada. Pág.494
[4] BELLOSARTES, M: Acadenia doméstica o asuntos ascéticos para los padres de famlia. Madrid 1786.
[5] ARBIOL: La familia regulada. Pág .280
[6] Citado por Hernández Bermejo, M.A, en La familia extremeña en los tiempos modernos. P. 87
[7] ibidem. Pág. 88
[8] ibidem p. 88
[9] VIVES, L: Instrucción de la mujer. Pág. 6
[10] ASTETE, G: Tratado de gobierno. Pág.165
[11] JOSE L. SÁNCHEZ LORA: Mujeres, conventos y formas de la religiosidad barroca. Madrid, 1988. pp 50.51
[12] ALCALÁ ZAMORA,J: (1989): La vida cotidiana en tiempos de Velázquez. Cap.IX pág.178
[13] Citado por Zarco Cuevas, J en :Relaciones de pueblos del Obispado de Cuenca (1927) y reeditado por la Excma Diputación de Cuenca 1983. P. 92
[14] ib Pp 92-110
[15] FERNÁNDEZ DE NAVARRETE, P: Conservación de Monarquías y Discursos políticos sobre la Gran Consulta que el Consejo hizo al Señor Rey Don Felipe III. En AA.EE de Rivadeneyra.
[16] VV.AA: Historia de la provincia de Albacete. Edit Azacanes. 1999. Pp: 313-318
[17] Rodríguez, A: La familia en la Edad Moderna. 1996
[18] LOPEZ DE MONTOYA, P. Madrid 1595. Citado por Fernando Jesús Bouza Alvarez en La vida cotidiana en la España de Velázquez.
[19] Citado por Fernando Jesús Bouza en La vida cotidiana en tiempos de Velázquez.P. 238