sábado, 7 de febrero de 2009

c.1.- LA FAMILIA Y LOS HIJOS

Introducción
¿ Qué es una familia ? La familia en el s. XVI
El matrimonio
Casarse: la dote:
" el precio de la novia "
" Un nudo que ni se deja ni se rompe "
Doncellas, recluidas y tapadas
Llevarse bien, llevarse mal

INTRODUCCIÓN

Mi trabajo como profesora de historia me ha llevado hacia dos campos de la ciencia realmente apasionantes. Uno de ellos, está relacionada con la educación de los jóvenes en una etapa crucial de sus vidas, la edad de los aprendizajes, de su formación. La investigación histórica del pasado y el estudio de la historia es el otro campo, desde el cual puedo conocer la vida cotidiana de los que no suelen aparecer en los libros de texto, los personajes anónimos que en algún momento de su existencia quedaron atrapados en las mallas del destino, y por una u otras circunstancias, aparecen en los archivos, en legajos casi ilegibles, pero ahí están para comunicarnos muchas cosas.

Al unir el estudio de la educación y la historia desembocamos en la familia y desde ahí comenzaremos nuestro viaje al pasado, al siglo XVI como primera etapa de los tiempos modernos.

¿Cómo creéis que reaccionarían Catalina de Serna y Catalina Castellana, criadas de doña Elvira Mendoza, si supieran que en el siglo XXI, alguien conocería que el 7 de julio de 1614 recibieron una cama de madera, un colchón bueno, dos almohadas y el arca que estaba junto al arca del pan? Eso apareció en el testamento de doña Elvira, pero detalles como éste esperan en los archivos para ser investigados y conocidos. Mas, ¿importa saber si ambas criadas recibieron esos dones de su ama? Los fragmentos de historias individuales narrados no son únicamente ejemplos, son puntos de partida para hacernos preguntas sobre la difusión de determinados usos y estilos de vida, sobre la educación de la propia familia o la educación recibida.

La familia y junto a ella la educación de los hijos se han convertido en punto de atención de buen número de historiadores. En la década de los años sesenta se sitúa el inicio de lo que puede ser considerado como el renacimiento de la preocupación historiográfica por aprehender los comportamientos colectivos del hombre, alcanzando gran difusión a partir de los años setenta.

A través de este trabajo pretendemos, partiendo de la familia, sus relaciones, funciones, estrategias…, llegar a conocer cómo era la educación y la enseñanza de los hijos, varones y hembras, durante el siglo XVI. Consta de dos partes claramente diferenciadas:
La primera, dedicada a la organización de la estructura familiar; desde el estudio de la dote, el matrimonio, el papel de la mujer, hasta el fracaso matrimonial. La segunda se centra en la educación de los niños y jóvenes desde la primera infancia, los tratados normativos y moralistas y la enseñanza o instrucción académica.

La información que ofrecemos ha venido desde diferentes fuentes:
- Protocolos notariales, sobre todo testamentos y cartas de dote.
- Fuentes impresas, especialmente las literarias: manuales de confesión, libros de viajeros extranjeros.
- Historiografía específica sobre el tema

El primero de los bloques de trabajo, denominado la familia y los hijos, parte del estudio de la familia, sus relaciones y funciones, que en conjunto obedecen a un principio de jerarquización que reproduce, a escala reducida, el orden social general, cuyas relaciones esenciales son la obediencia y la sumisión. La autoridad siempre correspondió al padre y por extensión a los hijos emancipados y parientes masculinos.
La mujer y las hijas quedaron relegadas a las funciones de obediencia y sumisión y todo el conjunto de relaciones se plasmó en una estrategia que es lo que define socialmente el comportamiento externo de todos los miembros de la familia. Los papeles son distintos, a la mujer se le aconseja ser cuerda, paciente, amorosa, amable, paciente y al marido corresponde el reposo, la mansedumbre, la prudencia, la diligencia “guardián” de su propiedad, que es la honra, que siempre se mide en el comportamiento de su mujer y de sus hijos. Se da por supuesta la autoridad inapelable del marido y padre de familia en el interior del domicilio familiar. Argumentos como que los sabios gobiernen a los necios o que los varones sean más fuertes que las mujeres, solo insisten en la superioridad masculina sobre la femenina y en la justificación de la sujeción.
También hemos tratado de definir e interpretar los tratados de los moralistas y ese modelo teórico de familia elaborado y difundido por el Estado y la Iglesia que de alguna manera trató de ser impuesto a todo el ámbito de la cristiandad occidental.

En el segundo bloque abordamos la educación de los hijos en la familia, desde la primera infancia, la época del aprendizaje. Aprendizaje del juego en relación con otros niños, de su edad o mayores que eran quiénes les enseñaban más cosas. Aprendizaje de las técnicas del cuerpo, de las reglas de pertenencia a la comunidad del lugar, en definitiva aprendizaje de las cosas de la vida
En esta primera infancia el padre y la madre ocupaban un lugar importante en su primera educación. La primera infancia tocaba a su fin entre los cinco y seis años y el ciclo final se cerraba en torno a los diez años cuando la iglesia reconocía a ambos sexos, según una doctrina de Trento, “el uso de razón y la edad de la discreción”, que permitía administrar a los niños los sacramentos de la primera comunión y confirmación.
La educación formaba parte del trabajo de moralización, y junto a la enseñanza de las primeras oraciones, artículos de fe, mandamientos, obras divinas… se había previsto una instrucción de carácter general que separaba a los niños de las niñas, destinando a éstas a la formación doméstica y a aquellos al aprendizaje de las letras y a recibir una instrucción preliminar.

En cuanto a los tratados normativos tienen un fin pedagógico: todos tienen en común la misma voluntad de exponer y de enseñar los modales legítimos. Pero en cada uno de los distintos textos puede intentar identificarse unos destinatarios y sobre todo un uso particular de la civilidad.

Finalmente consideramos que la educación de los hijos y la familia en el siglo XVI, es una importante labor de investigación de la que aún queda mucho por averiguar y el trabajo no ha hecho más que empezar.


¿Qué es una familia? La familia en el XVI

El concepto parece sencillo, pero no lo es. Según las definiciones la familia es la comunidad de los padres y los hijos, a los que pueden sumarse otros parientes, que viven bajo el mismo techo. Pero también es un grupo más amplio de personas, unidas por el parentesco y no viven bajo el mismo techo, pero también encontramos familias con personas que no tienen parentesco, como son las familias con criados.

…Y hoy, ¿ quienes forman una familia? En el siglo XV León Battista Alberti escribe que familia son “los hijos que viven y están bajo la potestad y el cuidado paterno, incluyéndose también la esposa, las hermanas y los sobrinos del padre, si los tuviera en casa”. En el siglo XVI indica el conjunto de dependientes del señor. Evidentemente factores económicos, demográficos y políticos se combinan con los culturales para dar lugar a la familia centrada en la relación entre padres e hijos que hoy conocemos[1]

La organización de la familia en el siglo XVI y en todo el Antiguo Régimen, puede comprenderse desde una perspectiva plural. En primer lugar, la familia es el espacio social por excelencia de la patria potestad. En este espacio se producen múltiples relaciones que entrecruzan las que se desarrollan entre los esposos, éstos y los hijos y todos con los parientes y criados. Así considerada, la familia pertenece al ámbito de lo privado, que se concreta en la vivienda doméstica, donde el padre diseña y tolera una mínima diversificación de funciones que son:

- Función económica: toma de decisiones y control del patrimonio familiar corresponde al padre
- Función doméstica: trabajo y atención de la casa, así como la educación de los hijos, corresponde a la madre.

Así sintetizaba estas funciones Pedro de Luxán en sus Coloquios Matrimoniales: “Ha de saber también la mujer regir bien su casa y su familia. Conviene, a saber: coser, labrar, y cocinar, y barrer, y fregar y todas las otras cosas que en casa son necesarias”. J.Vives en su Instrucción de la mujer cristiana entendía que “regir bien la casa” consistía principalmente en conservar y administrar los bienes ganados por el marido, procurando alimento y vestido suficientes, siempre con permiso del marido, tener buen trato con todos y ser especialmente vigilante con los criados.

En su conjunto estas relaciones y funciones obedecen a un principio de jerarquización que reproduce, a escala reducida, el orden social general, cuyas relaciones esenciales son la obediencia y la sumisión. La autoridad siempre correspondió al padre y por extensión a los hijos emancipados y parientes masculinos. La mujer y las hijas quedaron relegadas a las funciones de obediencia y sumisión y todo el conjunto de relaciones se plasmó en una estrategia que es lo que define socialmente el comportamiento externo de todos los miembros de la familia.

Además, la familia puede considerarse como un espacio regulado por el Derecho, un espacio jurídico que incapacitaba, en el caso de la legislación castellana, a la mujer soltera, casada o viuda, para celebrar contratos, no podían presentarse a juicios sin la presencia del padre, marido o del juez; tampoco podía enajenar bienes, ni comprar a crédito. Además, desde el momento en que se concibe como una comunidad extensa, junto a las relaciones directas entre padres e hijos, admite formas de curaduría o tutoría, que hacen intervenir en la toma de decisiones a miembros vinculados por lazos de parentesco, principalmente abuelos y tíos. Estas formas de tutoría hacen posible la transmisión por vía masculina de la autoridad de la patria potestad, su perpetuación y su definitiva normalización en los actos que originan la costumbre.

La familia es también un espacio sacralizado, un espacio sometido a un permanente proceso de moralización que abarca todo tipo de relaciones, desde las sexuales a las sociales. Fray Hernando de Talavera, en la primera mitad del siglo XVI decía: “en días de ayuno o de procesiones o de fiestas de guardar o en los tiempos de adviento… y especialmente si lo demanda sin necesidad de alguna tentación de la carne que no puede ligeramente desechar, en los cuales tiempos deverían el marido y la muger dormir apartados[2]

Finalmente, la familia es un espacio económico en el que el patrimonio, por regla general, sobrevive a la duración de la propia familia. El matrimonio entre las familias acomodadas se formalizaba mediante escrituras hechas ante notario. Son los contratos matrimoniales y en ellos se estipulaba lo que cada uno aportada y sus condiciones. El padre de familia era el señor del espacio económico familiar; su poder llegaba hasta el extremo de ser titular y disfrutar del usufructo del llamado “peculio profecticio” que eran los bienes donados por el padre a sus hijos.
También el “peculio adventicio” que eran los bienes que ganaban los hijos con su trabajo, regalos o donaciones que pudieran recibir o herencias, el usufructo era siempre de titularidad paterna. La ley solo admitía que los hijos tuvieran titularidad plena sobre aquellos bienes ganados por servicios prestados al Rey. Estas prerrogativas del padre de familia se amplían considerablemente en las decisiones que toma respecto del destino de los hijos. Pero hablamos de hijos legítimos, nacidos de un matrimonio legítimo, pues un padre podía dejar algo en herencia a un hijo bastardo, pero sus hijos legítimos eran los que tenían derecho a suceder a sus padres y heredar sus bienes.

La sucesión hereditaria de los bienes familiares, que se regulaba en Castilla por las llamadas Leyes de Toro (1505), obligaba a transmitir a los descendientes legítimos del testador las cuatro quintas partes de su patrimonio, debiéndose repartir dos tercios del total en proporciones iguales entre sus hijos o nietos. El quinto de libre disposición y el tercio de mejora podían, en cambio, acumularse y ser otorgados a un mismo hijo, de manera que éste conservara una parte importante del patrimonio paterno. Sobre el quinto de libre disposición y el tercio d mejora, tenía el padre o la madre, además, posibilidad de imponer, con entera libertad, gravámenes, condiciones o vinculaciones, a cuyo cumplimiento, quedaba sometido el heredero favorecido. Por tal vía, proliferaron, a partir de las Leyes de Toro, las constituciones de vínculos y mayorazgos que trataban de asegurar a perpetuidad la conservación de un patrimonio familiar a través de sucesivas generaciones.

La familia española era, como la europea, pequeña en cuanto a sus componentes, con un número medio de cuatro personas por hogar. Este núcleo familiar reducido se regía bajo el principio de la supremacía del marido y padre, que ejercía su autoridad sobre los demás miembros de la comunidad doméstica, incluidos los sirvientes si los hubiera, debiendo todos permanecer en situación de sometimiento y obediencia. Los criados formaban parte de la familia. Los amos debían adoctrinarlos, cuidar de que sus actos se encaminasen a la virtud, pagarles su salario y proporcionarles lo necesario para su sustento. Los criados por su parte, debían obediencia y fidelidad a sus amos, cuidar de no atentar contra el crédito o la estimación de la familia y conservar la hacienda de sus señores.

Dentro del esquema jerárquico que presidía el sistema de relaciones familiares, los criados aparecen en el último lugar. Así lo exponía V. Mexía: Que en nombre de familia (según que es a su cargo del marido) entran primeramente mujer e hijos como cosa más principal y luego, en el segundo lugar vienen los criados que son libres y sirven por sus sueldos que han de aver en pago de su servicio: por ser como es señor de todos y no sujeto a ninguno de su propia casa, sino solamente conviene a la mujer tener cuenta con sus hijos y criados y esclavos para mandarles lo que le pareciere que conviene al bien de su casa[3].

Según vemos, los miembros de la servidumbre que formaban parte de la unidad familiar y por ello recibían la denominación de familiares, eran los criados libres. Las fuentes constatan la presencia de esclavos en los hogares castellanos del siglo XVI, eran considerados como parte de las propiedades del dueño de la casa en la que vivían. Respeto a ellos, los moralistas consideraban que el señor está obligado a adoctrinarlos, pero nada dicen de las obligaciones de éstos con el señor, pues se sobreentiende que en ningún momento podían plantearse la posibilidad de hacer algo distinto a la voluntad de sus amos.

Elena Mendoza, en su testamento dice que: “Aclaro que yo liberté a Juan el esclavo en 60 ducados, o lo que pareciese por buena verdad mando no se cobren de él porque yo se los vuelvo.. En Alcaraz a 26 de noviembre de 1587, siendo testigos presentes[4]..

Los criados como hemos comentado debían a sus señores fidelidad y obediencia. Fray Hernando de Talavera consideraba la desobediencia y el desprecio a la voluntad de sus señores como el mayor pecado que podían cometer. Luis Vives, al referirse a las buenas sirvientas y criadas, considera que deben amar a su señor y señora como a padre y madre. Y es que además de obedecer, los domésticos debían cuidar celosamente de no atentar contra el crédito y estimación de la familia de la que formaban parte, sobre todo en lo tocante a la honra, no divulgando fuera de casa lo que debía quedar en la intimidad del hogar.


EL MATRIMONIO

Casarse: La dote, “el precio de la novia”

Nos vamos de boda, a una pequeña villa de la Mancha, se casan Francisco Ruiz, vecino de la villa de Almansa, con María Gregoria Calero natural y vecina de la villa de Balazote, es el día 3 de agosto de 1743. María Gregoria era hija de Miguel Martínez Calero y María Riera, ambos difuntos. No aportó dote al matrimonio y sin embargo se casó. Una circunstancia especial que hemos podido averiguar gracias a esos legajos que el destino quiso guardar.

La dote eran las cantidades de dinero o bienes muebles que se prometían los que iban a contraer matrimonio y cuanto más se entregaba, mayor era el reconocimiento del poder económico de la familia. En las Partidas se definía como “algo que da la muger (sic) al marido por razón de casamiento”[5], aunque también los varones realizaban algunas aportaciones económicas al patrimonio inicial de la pareja.

Jack Goody[6] señala que “uno de los rasgos fundamentales del matrimonio europeo, desde los tiempos clásicos hasta el siglo XIX, ha sido la asignación a las mujeres al casarse de propiedades parentales, y ocasionalmente de otra procedencia, en forma de dote. La dote son los bienes que la mujer aporta al matrimonio… cumplía un papel muy importante dentro de la red social, que se explica como “Precio de la novia”… y que en la mayoría de los casos es ella quien proporciona los bienes económicos que constituyen el patrimonio inicial de la nueva familia”.

Por lo tanto, toda dote es una donación que corresponde al padre y, cuando él ya no existe, caso de las huérfanas no protegidas por una tutoría familiar, la patria potestad subsidiaria es asumida por el Rey, por sus delegados, o por fundaciones privadas, instituciones eclesiásticas o mandas testamentarias de carácter benéfico que se hacen con este fin.

¿Qué pasó de la dote de María Gregoria? El veintiséis de marzo de 1772, en la villa de Balazote, ante el escribano Juan Caballero, comparecen Francisco Ruiz y Gregoria Maria Calero, vecinos de la villa, marido y mujer y dijeron que “cuando contrajeron matrimonio no trajeron uno ni otro bienes algunos, por vivir con María Viana, tía de Gregoria [….] confesando mutuamente los consortes que no han tenido los bienes de la referida María Viana aumento alguno, antes si les parece que han padecido bastante menoscabo y en atención a que la llamada María Viana ha muerto y en su última disposición ha dejado por única y universal heredera a la expresada Gregoria María Calero[…]. Todos los bienes expresados importan la cantidad de dos mil ciento noventa y un real de vellón [… ] advirtiendo que dichos bienes tienen contra si el gravamen de algunas deudas …. Trescientos reales en dinero, cinco fanegas de trigo, dieciséis reales en trigo, seis reales en cebada[7]

Sabemos por las fuentes[8] que Francisco Ruiz de cuarenta años y casado con Gregoría María Calero de veintisiete años, era labrador y a su cargo tenía, como cabeza de familia a María Viana de sesenta años. También tenía un criado que servía de gañán en la labor que llevaba Francisco. Habitan en una casa del señor, casa de morada en la calle Nueva, cuya habitación se compone de dos cuartos bajos encamarados y corral. Tiene 18 baras (sic) de frente y 19 de fondo y hace esquina a un callejón que sale al barrio de las cuevas. De arrendamiento anual tiene 96 reales.

La dote constituía un elemento invariante y estructural dentro del complejo sistema que formaban el matrimonio y la familia: Para una joven, no contar con los bienes necesarios para aportar una dote, por reducida que fuera, significaba verse excluida del acceso al matrimonio, en una sociedad en la que éste constituía, junto con el convento- para el que también se necesitaba una dote- el único destino decoroso que le era asignado y permitido a la mujer.
La dote que la joven o la pareja llevaría al matrimonio constituía el seguro material sobre el que se asentaba la convivencia matrimonial, por eso se escrituraba ante el escribano la dote prometida, previamente mediante promesa verbal y privada. La carta de dote propiamente dicha se registra ante los escribanos de la villa, por medio de la cual los otorgantes hacen efectiva la dote, públicamente y en presencia del notario y testigos, cuando ya se ha celebrado el matrimonio y la pareja se ha velado, puesto que es a partir de ese momento cuando se inicia su vida en común. Los bienes prometidos en dote, o al menos parte de ellos, sobre todo el ajuar y los muebles necesarios para el nuevo hogar, les son entregados por sus padres o por quienes se habían obligado a ello.

El matrimonio era para la mujer casi la única posibilidad de vida, su persona o sus cualidades no bastaban para encontrar marido, necesitaba también aportar unos bienes que hicieran menos gravoso su mantenimiento, puesto que ella se veía imposibilitada para realizar trabajos cualificados y remunerados. El reparto de funciones que se establecía en el seno de la unidad familiar, relegaba a la mujer a una posición secundaria, siempre en el interior del hogar, donde desempeñaría sus funciones como esposa y madre. El ajuar, los muebles y alhajas que componían la dote, contribuían a facilitar estas tareas; los vestidos y otras prendas personales donadas por sus padres o parientes, aseguraban su decencia en el vestir.
El esposo aportaba al matrimonio su fuerza de trabajo, que a través de su profesión, aseguraba el mantenimiento de la familia. Pero en términos reales, la dote femenina constituía con frecuencia la base fundamental para que pudiera ponerse en funcionamiento la nueva familia. Su importancia era mayor a medida que se asciende en la escala social, porque mayores eran las dotes aportadas por la mujer.
Continuamos en el hogar de María Gregoria y ya podemos hacer una primera aproximación de los enseres que tenía y que eran esenciales en su vivir cotidiano[9]. Cuando muere María Viana, proclama heredera universal de todos sus bienes a la sobrina, estos son los bienes que recibe:

Distribución por dependencias de enseres y animales. Datos de la familia de Francisco Ruiz. Balazote. 1762.
Enseres en el cuarto de cocina

Cuatro pares de manteles
Media docena de servilletas
Una caldera
Unas trébedes
Cuatro sartenes
Una cuchara de hierro
Una cuchara honda
Una artesa
Las varillas de cerner y los palos
Dos tendidos
Dos mesas medianas
Media docena de sillones sogados y una silleta
Una tarima
Dos colchones de tarima con puebla
Un arca grande con cerradura
Un arca con cerradura
Otra arca mediana
Cuatro cántaros
Dos candiles
Un velador
Una caldereta

En el corral

Un par de burros
Una burra
Enseres en el cuarto de alcoba
Doce sabanas de lienzo casero
Una docena de cabeceras recias
Una docena de camisas
Cuatro guardapiés de albornoz
Dos colchas de colores
Cuatro colchones

Enseres en la alacena

Vidriado
Una chocolatera

Enseres en la cámara
Media fanega
Tres fanegas de trigo
Dos jamones

En la cocina, junto a los utensilios específicos para el fuego de la chimenea y cocinar, encontramos los que utilizan para amasar y hacer el pan. En el dormitorio nos faltan las camas, probablemente no tenían. Por lo demás encontramos los animales de labor, el trigo en la cámara y también echamos de menos algún apero de labranza.

Las mujeres que no contaban con familiares para aportar una dote, contaban con una última posibilidad que era también resultado de la solidaridad que existía entre las familias. Son las memorias pías para casar huérfanas, fundaciones numerosas en las villas y ciudades durante los siglos XVI y XVII. Este es el caso de Catalina de Abalos en la villa de Lezuza:

A mediados del siglo XVI, Catalina de Abalos[10] funda un patronato “de casamiento de doncellas de mi linaje para que….las doncellas más pobres sean amparadas .. y es mi deseo y quiero hacerlo en mi testamento…

Iniciar una nueva vida, abandonando una situación en la que los jóvenes solteros, sobre todo las hijas, dependían de sus padres tanto jurídica como económicamente, podía resultar una experiencia liberadora para ellos. La dote era, entre otras muchas cosas, un modo de asegurar, desde el punto de vista material, ese futuro así como la independencia del seno familiar.

La concepción que la sociedad tenía acerca del matrimonio lo definía como un hecho estrictamente económico, en el que entraban en juego los intereses familiares, más que la voluntad de la pareja y sus sentimientos. La dote se convierte así en la expresión máxima del matrimonio-dinero. Cuando se concertaba el matrimonio y los padres, o quienes ocupaban su lugar si éstos habían fallecido, fijaban la dote, entraban en juego un conjunto de factores, desde la fortuna del donante, hasta la valoración que se hacia de su porvenir económico, estado de salud, esperanza de heredar algunos bienes… y además la cuantía de la dote se veía influida por la posición que la familia de la joven dotada ocupaba en la escala social, una posición que tenía mucho que ver con la dedicación profesional del padre o familiares. Así podemos a afirmar que la práctica matrimonial se definía por la existencia de una endogamia, no solo geográfica o familiar, sino también socio-profesional.

Podemos señalar que el dinero efectivo ocupaba uno de los primeros lugares, en los núcleos rurales la tierra, elemento esencial para el mantenimiento de la familia y la entrega de bienes del hogar, el ajuar, es decir la ropa blanca formada por las prendas de la cama y mesa. La cama de ropa englobaba el conjunto de elementos que componían la vestidura de la cama: sábanas, almohadas, una colcha, alguna manta o cobertor, el colchón o jergón y las colgaduras que adornaban el mueble. Junto a la ropa de cama, aparece la ropa de mesa, es decir manteles y servilletas, cuyo uso no era frecuente hasta el siglo XVII y también alguna toalla.
Los muebles, son de gran austeridad, los estrictamente necesarios: una cama o media cama, una tarima, el jergón o colchón, un arca; y los del servicio de mesa, taburete, alguna silla, banca para sentarse y una mesa; los vestidos y algunos objetos de uso personal o de lujo. Las prendas de vestir eran un elemento esencial dentro del conjunto de bienes que constituían la dote, para el siglo XVI encontramos: mantos, sayas, sayuelos, jubón, cuerpos, camisas, algún vestido, tocados y rebozos.
En los siglos siguientes las prendas se incrementan en número y variedades. En el bloque de enseres se incluían los utensilios necesarios para la preparación de alimentos diario de la familia: calderas, ollas pucheros, sartenes, asadores, cucharas de hierro, platos, escudillas, jarros, candeleros, tenazas, trojes, cestos, aceitera, devanadera, chocolatera, tinajas.. También se incluían una serie de productos alimenticios, unas fanegas de trigo, productos de la matanza, aceite.

Se trataba de asegurar, bien con dinero o con tierras, la base material que permitiese a la pareja mantenerse y contribuir a la vez a la creación de un espacio doméstico, dotado de todos los bienes que, aún en el nivel de la pura subsistencia, les facilitasen la atención de sus necesidades primarias. La dote de alguna manera trataba de suplir las deficiencias que la mujer presentaba como un ser improductivo desde el punto de vista económico. El varón aportaba su fuerza de trabajo, pero también los padres concedían a sus hijos varones, cuando llegaba el momento de contraer matrimonio, una serie de bienes como adelanto de lo que podía corresponderles una vez que se produjera su fallecimiento, aunque la cuantía y calidad de los bienes aportados dependía directamente de la pertenencia a determinados estratos socio-económicos, siendo más desafortunados los que ocupaban un lugar más bajo en la escala.
De todas formas, el dinero y el ganado son los bienes que ocupan los primeros lugares en la dotación masculina. Ganado lanar, porcino, caprino o aves. La cantidad de dinero en metálico podía oscilar entre unos cuantos reales a varios miles de ducados.

“Un nudo que ni se deja, ni se rompe”

La familia se comprendió como una organización duradera a la que se accedía cumpliendo determinados requisitos. Uno de ellos era sin duda la previa elección de estado; requisito al que los tratadistas de moral y teólogos dedicaron importantes textos.

Así el humanista Juan Luis Vives[11], en su Instrucción de la mujer cristiana, dedica un capítulo que titula “De cómo se ha de buscar el esposo y qué tal ha de ser”; consideraba el casamiento como “un nudo que ni se deja, ni se rompe” y proponía que las mujeres se sometieran a la decisión de sus padres a la hora de buscar esposo. Creía que los padres por tener más experiencia y por decidir sobre el destino de sus hijos, harían una elección correcta de marido, proponiendo las cualidades que éste debía de reunir: siempre, los elegidos, debían ser :”cuerdos, buenos, discretos y virtuosos”, antes que “hermosos, ricos o nobles”.



Las propuestas de Vives son comunes a la tradición cristiana que entiende la relaciones entre padres e hijos como un trabajo de perfecta corresponsabilidad. Los padres son transmisores de la vida y, como tales, representantes del autor de la vida que es Dios, y tienen como principal misión educar a sus hijos en la fe y en las buenas y santas costumbres. Los hijos han de corresponder a las padres dándoles honra, obediencia y acatamiento cuando tomen decisiones. Juan Valdés[12] en su Diálogo de Doctrina Cristiana explica que “la sujeción de los hijos a los padres es la misma que la de la mujer al marido y la de los criados a sus amos, y la de todos a los prelados y sacerdotes, a los Príncipes y a las personas que administran la justicia, pues son constituidos por Dios”.

Estas ideas, que justifican la plena autoridad personificándola en el padre de familia, y establecen la obligación de la dependencia, remitiéndola a Dios, convierten a la familia en una estructura en que las relaciones más esenciales son de obediencia, dependencia y temor, de manera que los hijos han de tratar a los padres no como a personas sino como que temen y acatan a Dios en ellos, y así sepan que si ofenden a sus padres, ofenden también a Dios.

Fray Antonio de Guevara[13] en su Relox de Príncipes consideraba al matrimonio y la vida familiar como la satisfacción natural de una necesidad y en las Epístolas Familiares, “Carta 55”, definía así el papel social que habían de desempeñar los casados: “Las propiedades de la muger casada son que tenga gravedad para salir fuera, cordura para gobernar la casa, paciencia para sufrir el marido, amor para criar los hijos, afabilidad para con los vecinos, diligencia para guardar la hacienda, cumplida en cosas de honra, amiga de honesta compañía y muy enemiga de liviandades de moza. Las propiedades del hombre casado son que sea reposado en el hablar, manso en la conversación, fiel en lo que se le confiare, prudente en lo que aconsejare, cuidadoso en proveer su casa, diligente en curar su hacienda, sufrido en las importunidades de la muger celoso en la crianza de los hijos, recatado en las cosas de honra, y hombre muy cierto con todos los que trata”

El matrimonio se concibe como sacramento monógamo e indisoluble. A partir del Concilio de Trento todos cuantos deseasen incorporarse al estado matrimonial deberían aceptar la publicidad de su intención a través de las amonestaciones y la presencia del párroco en la ceremonia nupcial. Sólo el matrimonio contraído en estos términos era considerado válido y legitimaba la procreación, aceptada y definida como uno de los bienes y fines del matrimonio.

La iglesia en los países que se mantuvieron fieles a la ortodoxia católica mantuvo y consolidó una posición de preeminencia, dirigiendo la vida de los hombre y mujeres, reglamentando su comportamiento hasta los niveles más íntimos: la familia, la moralidad de las relaciones entre los esposos, los valores que debían presidir entre los miembros de la unidad familiar…. Todo puede ser objeto de un proyecto de acción en el que la colaboración del Estado desempeñará un papel fundamental. Ambos, Estado e Iglesia, comparten la autoridad y deciden cómo transformar la vida de sus súbditos o feligreses.

Los papeles son distintos, a la mujer se le aconseja ser cuerda, paciente, amorosa, amable, paciente y al marido corresponde el reposo, la mansedumbre, la prudencia, la diligencia “guardián” de su propiedad, que es la honra, que siempre se mide en el comportamiento de su mujer y de sus hijos. Se da por supuesta la autoridad inapelable del marido y padre de familia en el interior del domicilio familiar. Argumentos como que los sabios gobiernen a los necios o que los varones sean más fuertes que las mujeres, solo insisten en la superioridad masculina sobre la femenina y en la justificación de la sujeción.

Además de la sumisión, la ignorancia, porque Dios no quiere que las mujeres sean “Bachilleras”, ni “tenidas por doctas”, argumento que reiterarán la mayoría de los tratadistas de los siglos siguientes. El Padre Astete en su Tratado del gobierno de la familia y estado de las viudas y doncellas[14] considera “muy peligroso enseñar a leer y escribir a las hijas”, pues el acceso a la lectura puede complicar su escaso entendimiento. Esta literatura antifemenina ha de complementarse con la rigidez moral que se proyecta sobre la vida matrimonial y familiar.

A mediados del siglo XVI, los Coloquios matrimoniales de Pedro de Luxán desarrollan en boca de los personajes Dorotea y Eulalia unos perfiles de los casados que se reiterarán durante largo tiempo: el matrimonio ha de ser “entre iguales”, “tanto en los bienes de fortuna como de natura”.

Toda esta literatura moral que busca regular la vida familiar y conyugal, sirve a los intereses moralizadores que los tratadistas desarrollan en sus explicaciones doctrinales, comentarios evangélicos… Un matrimonio feliz en el siglo XVI y en todo el Antiguo Régimen es el que cumple con los catorce consejos que así sintetizó Fray Antonio Arbiol[15]:

1 Que los contrayentes sean iguales y semejantes
2 Que se tengan amor
3 Que el amor no sea demasiado
4 Que no se tengan desconfianza el uno al otro
5 Que la Mujer no sea mucho más rica que el Marido
6 Que no sean las edades muy desiguales
7 Que la hermosura de la Mujer sea decente, pero no extremada
8 Que los genios sean más aplicados al retiro, que al esparcimiento profano
9 Que no sean aficionados al juego de intereses
10 Que no sean pródigos ni avarientos
11 Que sean devotos y virtuosos
12 Que no amen la ociosidad
13 Que excusen galas muy preciosas y ornamentos profanos
14 Que las Mujeres sean calladas, sufridas y pacientes

Desde el siglo XIV la Iglesia fijó la edad de acceso al matrimonio en los doce años para las mujeres y en los catorce para los varones, reconociendo la validez de la unión siempre y cuando se cumpliesen los requisitos de actuación libre de los contrayentes, de que éstos no fueran parientes en determinado grado y que además ninguno tuviese compromiso ni vínculo matrimonial anterior. El modelo de matrimonio común al Occidente europeo, se caracterizó ante todo, por dos rasgos fundamentales:

- el aumento progresivo de la edad de los cónyuges al contraer las primeras nupcias
- el alto porcentaje alcanzado por el celibato definitivo

Respecto al aumento de la edad de los cónyuges, durante la Edad Moderna la edad media de los varones al llegar al matrimonio estaría en torno a los veinticuatro años y la de las mujeres oscilaría entre los veinte y veintidós años, lo que quiere decir que los españoles se casaban, habitualmente cuatro o cinco años antes que los de Europa del norte.

En cuanto a la proporción del celibato, España puede haber estado más cerca del modelo occidental clásico. Las posibilidades de contraer matrimonio estaban en relación directa con las posibilidades económicas de los futuros cónyuges y, por lo tanto, con la posibilidad de encontrar un asentamiento independiente y de disponer libremente de los bienes hereditarios. El matrimonio precoz y la elevada mortalidad adulta que podía afectar a ambos cónyuges tendían, por otra parte, a aumentar el número de viudos de ambos sexos y a acentuar el importante papel social de las segundas nupcias – un 30%- pese a que la iglesia reprobase estos casamientos, llegando incluso a calificarlos de adulterios encubiertos. En las zonas rurales aparece una fuerte tendencia a la endogamia geográfica, e incluso a la consanguinidad, más atenuada en el mundo urbano.

Doncellas, recluidas y tapadas.

La palabra “soltera” teniendo como tenía un sentido peyorativo, a la mujer en edad adolescente que se preparaba para el matrimonio, desde los doce hasta los veinticinco años aproximadamente, se le llamaba “doncella”. Callada y recluida, respetando el encierro doméstico que la guardaba, “cerradas a cal canto todas las puertas, todas las portillas por donde pueda venir algún peligro”[16]

La clausura doméstica no era una realidad generalizable a todas las mujeres de la época; afectó fundamentalmente a aquellas que pertenecían a determinados grupos sociales: clases urbanas medias y altas. En el resto de Europa hubo también muchas mujeres recluidas, vigiladas y obligadas a permanecer en el interior de sus hogares la mayor parte de su vida. Pero había, igualmente, recursos que permitían eludir, en mayor o menor medida, la clausura. Así, la visita a la Iglesia o al templo se convirtió en una oportunidad única y acabaron convirtiéndose, a menudo, en punto de citas. Los moralistas de quejaban de estas costumbres y reprochaban a los jóvenes su ligereza: mozos livianos que venís a las iglesias no solo a ofender a Dios, y en sus barbas y en su casa estáis guiñando a la una y pellizcando a la otra, y haciendo señas y otros peores ademanes, poniéndoos en las puertas de las iglesias[17].

Procesiones, fiestas religiosas o romerías brindaban otras tantas ocasiones para escapar de casa. Las mujeres que contaban con maridos más tolerantes podían acudir incluso a casa de sus amigas, allí se reunían a tomar chocolate con dulces y a conversar. Pero las reuniones de mujeres despertaban bastantes reticencias entre los varones, y en especial entre los de la Iglesia. Los moralistas desconfiaban de este tipo de expansión femenina y desaconsejaban a los maridos que dieran su autorización para tal actividad, avisándoles de que en estas reuniones a menudo se les criticaba: De tener las mujeres casadas particulares amigas, y holgar de visitar y ser visitadas, suele dello suceder en que Dios sea ofendido y el marido injuriado.

Pero la forma más audaz de sortear las mujeres la vigilancia habitual, era, sin duda, el tapado. Envuelta por una gran capa sin mangas que las cubría desde la cabeza a los pies, el rostro oculto por un velo o por extremo mismo de la capa, en el más riguroso anonimato, casadas y solteras podían llegar a mezclarse entre el gentío de la calle o el paseo y disfrutar de un rato de libertad. En la época de Felipe II , las Cortes de Castilla llegaron a protestar por esta costumbre que había dado paso a tantos excesos: a causa de que, en aquesta forma, no conoce el padre a la hija, ni el marido a la mujer, ni el hermano a la hermana, y tienen la libertad, tiempo y lugar a su voluntad y dan ocasiones a que los hombres se atrevan a la hija o mujer del más principal como del más vil y más bajo, pero la práctica se mantuvo intacta a juzgar por la cantidad de quejas y comentarios que se siguieron levantando contra “las tapadas”.

Las tapadas fueron famosas y objeto de toda literatura antigua y moderna. El historiador matritense Antonio de León Pinelo distingue entre cubiertas y tapadas. Cubiertas son las que por decoro y honestidad, se echan por la cara el velo que llevan, para sustraerse a la curiosidad o miradas concupiscentes de los hombres. La tapadas, según el mismo autor, son las que apelan a este artificio para estimular el interés y el deseo de los hombres, haciendo pasar por damas a vulgares meretrices. El taparse, dice, es embozarse.. de medio ojo, doblando, torciendo y prendiendo el manto de suerte que, descubriendo uno de los ojos, que siempre es el izquierdo, quede lo restante del rostro aún más oculto y disfrazado que si fuera cubierto todo[18].

El tapado femenino es de origen remoto, se alude ya a él en El Cantar de los Cantares de Salomón, y en autores latinos como Tácito. San Jerónimo menciona mujeres con solo un ojo descubierto. Fue un uso muy típicamente oriental, nacido de la desconfianza hacia la mujer y aceptado más tarde en el cristianismo a fin de evitar pecaminosas tentaciones en el hombre.

El taparse de medio ojo lo tomaron de los árabes las españolas. Según Pinelo, “como las moriscas andaban tapadas con sus almalafas o sábanas blancas.. en vistiéndose a lo español, convirtiéndolas en los mantos negros, dieron en taparse con ellos del modo que solían con las sábanas .. era uso garboso y lascivo y destacaba los hermosos ojos de las moriscas. Las imitaron las españolas y se hizo costumbre general hacia 1566. Aunque establecido en Madrid y extendido a toda España, el taparse de medio ojo, era especialmente sevillano. Así Tirso de Molina escribe:

¡Oh medio ojo, que me aojó!
¡Oh atisbar de basilisco!
¡Oh, tapada a lo morisco!
¡Oh, fiesta y no de la O![19]

Un historiador de Sevilla describe así a las célebres tapadas de aquella ciudad:

Usan el vestido muy redondo, précianse de andar derechas y menudo el paso, y así las hace el buen donaire y gallardía conocidos por todo el reino, en especial por la gracia con que se lozanean y se atapan los rostros con los mantos y miran de un ojo[20].

El velo y el manto facilitaban las mayores libertades en las mujeres que se cubrían. El portugués Pinheiro escribía: “Esto de disfrazarse las grandes señoras es lo corriente cuando van a distraerse, a lo que ellas llaman picardea. Cuando van así tapadas, dicen cuanto se les viene a la boca”[21]. El manto también permitía que los hombres se disfrazasen de mujeres para ver a sus amadas. Así lo cuenta Madame D’Aulnoy en sus Viajes por España. Surgían de aquí dramas domésticos, si el engaño se descubría. Un ejemplo es el siguiente relato: Un marido mató lastimosamente en Alcalá a un hijo del relator Bravo, canónigo de Valladolid, a quien encontró, disfrazado de hembra, con su mujer”[22].

Llevarse bien, llevarse mal.

Las fuentes nos informan acerca de las desavenencias matrimoniales, de muchas mujeres que “desde hace tiempo no saben nada de su esposo, es ausente, o se marchó a servir al rey nuestro señor y no hay noticias de su paradero.. Muchos moralistas de la época reconocían que “la discordia es cosa común entre los casados”, en parte para justificar su prolífica labor como autores de libros de doctrina cristiana. Discusiones y violencia era bastante habitual en muchas parejas, que no siempre encontraban una fácil solución o compensación. Las alternativas extraconyugales, como única salida al fracaso matrimonial, representaban una solución compleja y mucho más arriesgada para la mujer que para el hombre. Alonso de Andrade, resumía así las razones por las cuales el adulterio era “más feo y perjudicial en las mujeres”:

Por los inconvenientes que causan, ya en la hacienda gastando lo que sus maridos ganan con el adúltero, ya en los hijos, suponiendo los que no son legítimos, ocasionando muchas injusticias en los bienes temporales, ya en las honras, porque las quitan a sus maridos, a sus hijos y a todo su linaje; ya en las vidas, porque el día que abren puerta al adulterio, la abren al homicidio y a las guerras y discordias domésticas con los de casa y los de fuera[23] .

El adulterio femenino planteaba por tanto, dos graves problemas para el ordenamiento social de la época:
- La mujer adúltera atentaba contra el derecho exclusivo que el marido detentaba sobre su cuerpo
- Además desbarataba el principio de paternidad cierta, poniendo en peligro la herencia de los hijos legítimos y la transmisión ordenada del patrimonio familiar.

El honor del padre y por extensión el honor del resto de los miembros de la familia, descansaba en la incuestionable fidelidad de la esposa y en la igualmente incuestionable virginidad de las hijas. Ante la infamia, se esperaba que el padre o esposo reaccionase violentamente matando a la mujer o la hija, ya que solo la venganza podía restaurar la honra perdida. La ley sancionaba esta práctica violenta, pero el procedimiento establecido, al exigir el conocimiento público del hecho, era en cierto modo disuasorio, puesto que la publicidad aumentaba la infamia del ofendido. Si la mujer era sorprendida en adulterio, el marido podía ejecutarla en el acto, pero no podía disponer de ella sin su amante y viceversa. Esta forma peculiar de justicia privada estaba, además, sometida al peso de la prueba: el ejecutor debía dejar los cuerpos donde estuvieran hasta encontrar por lo menos un testigo. Si el marido tenía solo sospechas de que su mujer le engañaba, debía denunciarla ante los tribunales, y sólo en caso de que el adulterio fuera probado, el juez devolvía a los culpables al marido, que podía hacer con ellos lo que quisiera, ejecutarlos en público o perdonarlos.

La obsesión colectiva por el honor constituyó una de las preocupaciones de la época y ha dejado honda huella en la literatura y aunque en el teatro fuera habitual la muerte de la adúltera, probablemente esto era lo inhabitual. Lo más normal debió de ser que los esposos engañados se preocuparan, antes que nada, de que el asunto no trascendiera y se arreglaba en privado. Los moralistas de la época eran conscientes de las dificultades que tenían que soportar muchas veces los esposos; el padre A. Arbiol decía al respecto: … con alegres músicas suelen celebrarse las bodas, pero regularmente duran poco, porque luego se siguen los llantos, los cuydados, las ansiedades, los rezelos, las mayores obligaciones, las necesidades de la cassa, las discordias de diversas condiciones y el Santo Matrimonio se haze tan pesado que abruma a los que viven enél con pocas conveniencias y aún con muchas; y por ultimo llega la muerte y divide y aparta a los que más se estiman. Assí los extremos del gozo ocupa el llanto[24].

Ante tantas dificultades, muchos se sentirían tentados a abandonar y buscar otra forma de vida, pero la postura de la Iglesia era muy clara al respecto: Acuérdense los casados que están ligados, el marido con la muger y la muger con su marido, como dize San Pablo, y si aprieta la ligadura, no busquen el apartarse, sino el consolarse. Si dos están ligados con vínculo indisoluble, todo lo que es quererse apartar el uno del otro, es atormentarse más, sin provecho alguno y buscarse mayor tormento. Por eso dice el Apóstol, al que está ligado a su muger, con el estrecho y apretado vínculo del matrimonio que no busque el apartarse de ella[25].

La única solución, ante tal situación, era resignarse, resignación que obligaba a la esposa a acatar en todo momento la voluntad del marido y a sufrir con paciencia todos los inconvenientes, incluso malos tratos.

La rigidez de la moral católica se unió a otros factores que propiciaban, en ciertos casos, el fracaso matrimonial. En este sentido no debemos olvidar el dirigismo y la presión familiar que anulaba la voluntad de los jóvenes y les obligaban a vivir y convivir con una persona a la que apenas conocían. Por eso ante tal situación, cabían dos opciones: seguir los dictados sociales y morales, adaptándose de la mejor manera posible a una existencia sin amor, o escapar y decidiendo romper barreras dar fin a una existencia conyugal poco afortunada y buscar una nueva vida sentimental.

¿Cuáles eran las vías posibles para conseguirlo? En líneas generales podemos hablar de tres opciones:
- la bigamia
- el adulterio
- el divorcio

La bigamia y el adulterio constituían una violación de las leyes civiles y eclesiásticas, por ello merecieron la persecución y condena; la tercera, autorizaba la separación, pero no anulaba el vínculo matrimonial. Bígamo era aquel que contraía un segundo matrimonio estando vivo su primer cónyuge. Fue una práctica social bastante frecuente y así lo reconocían algunos tribunales de la Inquisición. Cuando el bígamo decidía convertirse en tal, su primer matrimonio ya estaba deshecho. Teniendo en cuenta que el divorcio no permitía contraer nuevas nupcias, el que incurría en el delito de bigamia se convertía en un “divorcista en el fondo aunque fuera delincuente en la forma”[26]. Las causas fueron fundamentalmente:

- 1) El abandono: la guerra, la salida en busca de trabajo, la mayor libertad de movimientos de los varones propició el abandono del domicilio conyugal y lo que a veces era temporal, se convertía en definitivo. Las esposas esperaban mucho tiempo, con la esperanza del regreso, al cabo de los años se decidían a contraer nuevo matrimonio.
-2) La utilización de testigos falsos o el cambio de nombre apuntan hacia el deseo de ocultar su identidad y su estado para conseguir sus fines. Es el caso Angela Quintos, una mujer de 30 años, el cual resume de forma muy clara el problema de la bigamia. Antes de cometer el delito intentó por vía legal poner fin a un matrimonio no deseado y declaró[27]: ..que se avía casado aunque contra su voluntad con Bernardo Tomé con quien hizo vida maridable como cosa de un año y que al fin de él intentó diborcio (sic) ante el juez eclesiástico el que consiguió y se vino a Zafra con un hermano suyo en cuya compañía estuvo como siete años hasta que murió y después vivió sola tres años en cuio tiempo un uriero vecino del Valle de San Lorenzo le dio noticia como dicho su marido se avia muerto por lo que hizo diligencias para saverlo de cierto y escribió a D. Lucas Caso cura de TAbuí del Monte, dos leguas del dicho valle par qu le enviase la fe del muerto de dicho su marido y que aviéndosela enviado la presentó ante el provisor para que le diese licencia para casarse con Andrés Tello y que se la dio…. Y habrá dos años que hizo vida maridable con dicho su segundo marido…

La bigamia no fue un fenómeno relacionado con un determinado grupo social, sino una situación de fracaso matrimonial a la que todos podía estar expuestos. Pero esta actuación era un atentado contra la doctrina y la moral que el Concilio de Trento había sistematizado y que la Pastoral trataba de imponer a los fieles. Las penas iban desde la vergüenza pública, salida a auto, adjuración de Leví, hasta azotes y destierros a galeras para los varones.

El adulterio suponía la violación de la promesa de fidelidad que los esposos se hacían al casarse, considerado en la literatura de la época como el pecado más grave, equiparado con la herejía y el homicidio. Dentro de esta gravedad, el adulterio femenino era considerado como un acto de una mayor condena, pues la ofensa que la mujer adúltera hacía al marido, injuriándole, causándole el deshonor, era de extrema gravedad. El Concilio de Trento dispuso que si los adúlteros, tras ser amonestados tres veces por el ordinario, no abandonaban a sus concubinas, fueran excomulgados. Tratándose de la mujer, la pena se incrementaba con el destierro del lugar o de la diócesis. Sin embargo, al igual que ocurrió con la bigamia, la consideración de este pecado-delito, su gravedad o la dureza de las penas, no impidieron que hombres y mujeres lo hicieran. La infelicidad, la necesidad de vivir más cómodamente o un acto de voluntad, eran las razones principales que impulsaron a hombres y mujeres a mantener relaciones clandestinas a margen de lo establecido y sin temor al castigo.

El divorcio era competencia exclusiva de la justicia eclesiástica, puesto que el vínculo que unía a los esposos tenía carácter sacramental y como tal era indisoluble. La sesión XXIV del Concilio había establecido que ni la herejía, la cohabitación molesta o la ausencia afectada del consorte eran causas capaces de disolver el vínculo, como tampoco lo era el adulterio. Sin embargo, la Iglesia admitía la posibilidad de conceder la separación del lecho o de la cohabitación por causas diversas. Para quienes querían mantenerse dentro de la legalidad este era el único recurso posible cuando el matrimonio había fracasado, pero las dificultades económicas surgidas de un proceso que generaba gastos y el hecho de que las causas se prolongasen durante bastante tiempo, hizo que quienes recurriesen a esta vía fuesen pocos, porque además, tras conseguir la separación no autorizaba a los implicados a rehacer su vida dentro del marco de la legalidad y en ocasiones esta situación les hacía decidirse por la bigamia o el adulterio.

Una de las causas alegadas por las mujeres para la separación eran los malos tratos que sufrían en su matrimonio, malos tratos de palabra y de obra que llegaban en ocasiones a poner en peligro su propia vida[28].

[1] SARTI, R: Vida en familia. Crítica. 2002
[2] Fray Hernando de Talavera: Breve forma de confesar .P.18
[3] Citado en Hernández Bermejo, M.A. :La familia extremeña en los tiempos modernos. Pág. 93
[4] AHN. Legajo 43680. pieza 3ª
[5] IV Partida. Título XI en Las siete Partidas. Glosadas por Gregorio López
[6] Goody,J.: La familia europea. Ensayo histórico-antropológico. Barcelona. Crítica. 2000, Pág. 97
[7] AHAB, Sección Protocolos, caja 85, legajo 2
[8] AHAB.Sección Catastro de Ensenada Libro 38 (Libro de personal secular y vecindario de la villa de Balazote.1753)
[9] AHPA. Secc. Protocolos. Caja 85. Leg.2
[10] AHAB. Sección Clero. Caja Nº7 Lezuza
[11] Juan Luis Vives, Valencia 1492- Brujas 1540. Humanista y filósofo español
[12] Juan Valdés: ¿Cuenca 1499?- Nápoles, 1541. Humanista español
[13] Fray Antonio de Guevara. Relox de Príncipes. 1529
[14] Publicado en Burgos en 1603
[15] Fray Antonio Arbiol: La familia regulada. 1715. Pag.511
[16] VIGIL MARILÓ, (1986): La vida de las mujeres en los siglos XVI y XVII. Edit. Siglo XXI . Madrid
[17] íbidem . p.159
[18] Velos antiguos y modernos en los rostros de las mujeres. Sus conveniencias y daños. Ilustración de la Real Premática de las Tapadas. Madrid. 1641.
[19] TIRSO DE MOLINA: El amor, médico. Act,I
[20] ALONSO DE MONDAGO: Historia d Sevilla. Pág.142. DELEITO Y PIÑUELA, JOSÉ: La mujer, la casa y la moda.Espasa-Calpe, 1966.
[21] PRATILOGIA. Citado por Deleito y Piñuela en la obra señalada. Pág.69
[22] Id. Pág.70
[23] GARCIA CARCEL, R (1977): “El fracaso matrimonial en la Cataluña del Antiguo Régimen”, en A. Régimen, Amour legitimes, amours illégitimes.
[24] ARBIOL,A.: La familia regulada. P.86
[25] ibidem
[26] CONTRERAS, J.:El Santo Oficio de la Inquisición de Galicia. Poder, sociedad y cultura. Madrid 1982. Citado por HERNANDEZ BERMEJO, M.A en La familia extremeña en tiempos modernos. 1990. P.298
[27] HERNANDEZ BERMEJO, .A (1990): La familia extremeña en tiempos modernos. Diputación de Badajoz. P.301
[28] TESTON NUÑEZ, I: Amor, sexo y matrimonio. Citado por Hernández Bermejo en La familia extremeña en los tiempos modernos. P.310

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