sábado, 7 de febrero de 2009

c.3.-IMÁGENES: Cuaderno nº 5


LA FAMILIA Y LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS EN EL SIGLO XVI


La familia y junto a ella la educación de los hijos se han convertido en punto de atención de buen número de historiadores.
En la década de los años sesenta se sitúa el inicio de lo que puede ser considerado como el renacimiento de la preocupación historiográfica por aprehender los comportamientos colectivos del hombre, alcanzando gran difusión a partir de los años setenta.







Según las definiciones la familia es la comunid ad de los padres y los hijos, a los que pueden sumarse otros parientes, que viven bajo el mismo techo. Pero también es un grupo más amplio de personas, unidas por el parentesco y no viven bajo el mismo techo, pero también encontramos familias con personas que no tienen parentesco, como son las familias con criados.

…Y hoy, ¿ quienes forman una familia? En el siglo XV León Battista Alberti escribe que familia son “los hijos que viven y están bajo la potestad y el cuidado paterno, incluyéndose también la esposa, las hermanas y los sobrinos del padre, si los tuviera en casa”. En el siglo XVI indica el conjunto de dependientes del señor.


La organización de la familia en el siglo XVI y en todo el Antiguo Régimen, puede comprenderse desde una perspectiva plural. En primer lugar, la familia es el espacio social por excelencia de la patria potestad. En este espacio se producen múltiples relaciones que entrecruzan las que se desarrollan entre los esposos, éstos y los hijos y todos con los parientes y criados. Así considerada, la familia pertenece al ámbito de lo privado, que se concreta en la vivienda doméstica, donde el padre diseña y tolera una mínima diversificación de funciones que son:
- Función económica: toma de decisiones y control del patrimonio familiar corresponde al padre
- Función doméstica: trabajo y atención de la casa, así como la educación de los hijos, corresponde a la madre.




La familia puede considerarse como un espacio regulado por el Derecho, un espacio jurídico que incapacitaba, en el caso de la legislación castellana, a la mujer soltera, casada o viuda, para celebrar contratos, no podían presentarse a juicios sin la presencia del padre, marido o del juez; tampoco podía enajenar bienes, ni comprar a crédito. Además, desde el momento en que se concibe como una comunidad extensa, junto a las relaciones directas entre padres e hijos, admite formas de curaduría o tutoría, que hacen intervenir en la toma de decisiones a miembros vinculados por lazos de parentesco, principalmente abuelos y tíos. Estas formas de tutoría hacen posible la transmisión por vía masculina de la autoridad de la patria potestad, su perpetuación y su definitiva normalización en los actos que originan la costumbre.





La familia es también un espacio sacralizado, un espacio sometido a un permanente proceso de moralización que abarca todo tipo de relaciones, desde las sexuales a las sociales. Fray Hernando de Talavera, en la primera mitad del siglo XVI decía: “en días de ayuno o de procesiones o de fiestas de guardar o en los tiempos de adviento… y especialmente si lo demanda sin necesidad de alguna tentación de la carne que no puede ligeramente desechar, en los cuales tiempos deverían el marido y la muger dormir apartados.
Finalmente, la familia es un espacio económico en el que el patrimonio, por regla general, sobrevive a la duración de la propia familia. El matrimonio entre las familias acomodadas se formalizaba mediante escrituras hechas ante notario. Son los contratos matrimoniales y en ellos se estipulaba lo que cada uno aportada y sus condiciones. El padre de familia era el señor del espacio económico familiar; su poder llegaba hasta el extremo de ser titular y disfrutar del usufructo del llamado “peculio profecticio” que eran los bienes donados por el padre a sus hijos.


La dote constituía un elemento invariante y estructural dentro del complejo sistema que formaban el matrimonio y la familia: Para una joven, no contar con los bienes necesarios para aportar una dote, por reducida que fuera, significaba verse excluida del acceso al matrimonio, en una sociedad en la que éste constituía, junto con el convento- para el que también se necesitaba una dote- el único destino decoroso que le era asignado y permitido a la mujer. La dote que la joven o la pareja llevaría al matrimonio constituía el seguro material sobre el que se asentaba la convivencia matrimonial, por eso se escrituraba ante el escribano la dote prometida, previamente mediante promesa verbal y privada. La carta de dote propiamente dicha se registra ante los escribanos de la villa, por medio de la cual los otorgantes hacen efectiva la dote, públicamente y en presencia del notario y testigos, cuando ya se ha celebrado el matrimonio y la pareja se ha velado, puesto que es a partir de ese momento cuando se inicia su vida en común. Los bienes prometidos en dote, o al menos parte de ellos, sobre todo el ajuar y los muebles necesarios para el nuevo hogar, les son entregados por sus padres o por quienes se habían obligado a ello.

La iglesia en los países que se mantuvieron fieles a la ortodoxia católica mantuvo y consolidó una posición de preeminencia, dirigiendo la vida de los hombre y mujeres, reglamentando su comportamiento hasta los niveles más íntimos: la familia, la moralidad de las relaciones entre los esposos, los valores que debían presidir entre los miembros de la unidad familiar…. Todo puede ser objeto de un proyecto de acción en el que la colaboración del Estado desempeñará un papel fundamental. Ambos, Estado e Iglesia, comparten la autoridad y deciden cómo transformar la vida de sus súbditos o feligreses.

Los papeles son distintos, a la mujer se le aconseja ser cuerda, paciente, amorosa, amable, paciente y al marido corresponde el reposo, la mansedumbre, la prudencia, la diligencia “guardián” de su propiedad, que es la honra, que siempre se mide en el comportamiento de su mujer y de sus hijos. Se da por supuesta la autoridad inapelable del marido y padre de familia en el interior del domicilio familiar. Argumentos como que los sabios gobiernen a los necios o que los varones sean más fuertes que las mujeres, solo insisten en la superioridad masculina sobre la femenina y en la justificación de la sujeción.
Además de la sumisión, la ignorancia, porque Dios no quiere que las mujeres sean “Bachilleras”, ni “tenidas por doctas”, argumento que reiterarán la mayoría de los tratadistas de los siglos siguientes. El Padre Astete en su Tratado del gobierno de la familia y estado de las viudas y doncellas considera “muy peligroso enseñar a leer y escribir a las hijas”, pues el acceso a la lectura puede complicar su escaso entendimiento. Esta literatura antifemenina ha de complementarse con la rigidez moral que se proyecta sobre la vida matrimonial y familiar.




El adulterio femenino planteaba por tanto, dos graves problemas para el ordenamiento social de la época:
- La mujer adúltera atentaba contra el derecho exclusivo que el marido detentaba sobre su cuerpo
- Además desbarataba el principio de paternidad cierta, poniendo en peligro la herencia de los hijos legítimos y la transmisión ordenada del patrimonio familiar.

El honor del padre y por extensión el honor del resto de los miembros de la familia, descansaba en la incuestionable fidelidad de la esposa y en la igualmente incuestionable virginidad de las hijas. Ante la infamia, se esperaba que el padre o esposo reaccionase violentamente matando a la mujer o la hija, ya que solo la venganza podía restaurar la honra perdida. La ley sancionaba esta práctica violenta, pero el procedimiento establecido, al exigir el conocimiento público del hecho, era en cierto modo disuasorio, puesto que la publicidad aumentaba la infamia del ofendido. Si la mujer era sorprendida en adulterio, el marido podía ejecutarla en el acto, pero no podía disponer de ella sin su amante y viceversa. Esta forma peculiar de justicia privada estaba, además, sometida al peso de la prueba: el ejecutor debía dejar los cuerpos donde estuvieran hasta encontrar por lo menos un testigo. Si el marido tenía solo sospechas de que su mujer le engañaba, debía denunciarla ante los tribunales, y sólo en caso de que el adulterio fuera probado, el juez devolvía a los culpables al marido, que podía hacer con ellos lo que quisiera, ejecutarlos en público o perdonarlos.
La infancia en el seno de una familia, en líneas generales, disfrutaba de unas condiciones de mayor amparo. Aún así, la alimentación era un gran problema en el Antiguo
Régimen, y las amas de cría cobran un extraordinario papel social. En las familias de la burguesía un mes antes del nacimiento se prepara la cuna, un cesto, alguna manta y el colchón. Hacia el mes de vida, aproximadamente, se lleva a la casa del ama de cría y cuando tiene en to
rno a los dos años, vuelve a casa de sus padres. La práctica de la crianza por un ama ajena a la familia es, por lo general, desaconsejada y hasta condenada por los moralistas, dicen: es peligroso para un niño pequeño, aún no terminado que se le alimente con leche mercenaria.
Dar a un niño a criar no es novedad del siglo XVI. En Florencia se conoce esta práctica desde el siglo XIV y se extiende en el transcurso del siguiente.
Pero los padres envían a sus hijos a casa de las amas de leche o de cría, haciendo caso omiso de los moralistas de la época.




La tasa de natalidad habitualmente era de un 35 a 45 por mil. Las expectativas de una mujer, casada, en edad fértil era la de tener en torno a cuatro o cinco hijos, incluso en algunas zonas peninsulares puede llegar a ocho hijos. Ahora bien, lo más probable es que tan solo tres llegaran a la edad adulta, ya que la mayoría solía morir en el primer año de vida, sin importar el estamento social al que perteneciese
Sabemos poco de las prácticas abortivas y quizá no estuvieran muy extendidas, pero parece probable que las mujeres, acudiesen a hechiceras para interrumpir su embarazo.
Otra práctica muy extendida en la época fue el abandono de niños: exposición de las criaturas al nacer. Los altos porcentajes de ilegitimidad, en torno al cinco por cien o más explican este fenómeno.
La infancia de los niños destinados a las Casas Cuna, es la “otra infancia del periodo” la de los niños expósitos e ilegítimos, cuyo destino era coincidente. En el caso de los niños expósitos eran abandonados por sus familias ante la imposibilidad de alimentarlos y los niños ilegítimos era los “ocultados” para que no se conociese su gestación extramarital. Los ilegítimos son más numerosos en la ciudad que en el campo y en los registros de bautismo aparecen fórmulas como: “hijo de la tierra”, “hijo del sol”, hijo de la piedad”, “hijo de la iglesia”…



A partir de los siete años era el padre quien se hacia cargo de la alimentación y educación de sus hijos. Al padre rara vez se le representa como un ser afectuoso que expresa el amor que, por naturaleza debía sentir hacia sus hijos; parece que este sentimiento está reservado, a al menos lo expresan con mayor intensidad las madres. Por eso, cuando los moralistas, refiriéndose a la segunda infancia, se dirigen a las madres para advertirles que no desvíen con su amor desmesurado a sus hijos del camino que su marido, con severidad y disciplina, trata de marcarles. Porque es severidad y disciplina lo que aconsejan los moralistas al padre de familia en lo que se refiere a la forma de educar a sus hijos y la conveniencia de un castigo a tiempo, es aprobada por la mayoría de ellos. P. Luján aprobaba el castigo, no solo para tratar de corregir una mala acción, sino como medio siempre eficaz para educar a los hijos: “Y así a unos como a otros aprovecha el castigo dende que son chiquitos, porque al bueno y que naturaleza le dio buena inclinación prevalecerá en ella y al malo y que se la dio mala, enmendarla ha, porque casi siempre la buena costumbre prevalece contra la mala inclinación




Y este era el destino que la sociedad le asignaba a la mujer, además de ser instruidas en la fe y en las virtudes, debían saber coser, hilar, bordar, cocinar, lavar, ejercicios honestos y útiles. Todos los moralistas están de acuerdo en esto; sin embargo las posiciones se dividen cuando se aborda otro aspecto interesante: la posibilidad o conveniencia de que la educación femenina se completase con otras materias directamente relacionadas con la formación cultural: leer y escribir.
Luis Vives, adelantándose a su tiempo, y aunque como los demás afirmase la inferioridad femenina y su obligación de someterse al padre o esposo, dice algo a favor de la mujer. Para él, la mujer tiene la misma capacidad que el varón para las letras y critica a quienes, desde posiciones basadas en el rigor, consideran peligrosas a las mujeres instruidas. Pero lo habitual era que, aunque se admitiese la posibilidad de que las hijas podían incluso leer y escribir, casi todos estaban de acuerdo en que no aprendieran a leer ni a escribir. En consecuencia el aprendizaje de la lectura era sólo un aspecto secundario en la formación de la joven, y por otro lado se trataba de una lectura dirigida y limitada, pues debía reducirse a libros piadosos y en ningún caso debería leer libros profanos, en especial de comedias.
Luis Vives ofrece una extensa relación de lecturas apropiadas: los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, sus Epístolas, San Jerónimo, San Ambrosio, San Agustín y algunos clásicos.


En el comienzo De civilitate dice: para que el buen natural de un niño se descubra por todas partes, su mirada ha de ser mansa, respetuosa y decorosa; los ojos huraños son indicio de violencia; los ojos fijos, signo de descaro; los ojos errantes y extraviados, signo de locura; no han de mirar de través, lo cual es propio de un bellaco, de alguien que medita una maldad; no han de estar abiertos desmesuradamente, lo cual es propio de un imbécil; bajar los párpados y guiñar los ojos es indicio de ligereza; mantenerlos inmóviles es indicio de carácter perezoso….. no es casual que los antiguos sabios dijeran que el alma tiene asiento en la mirada.


Es vergonzoso para quienes son de noble cuna no tener la buena conducta que corresponde a su noble extracción.. Aquellos a quienes la fortuna ha hecho plebeyos, personas de humilde condición, hasta campesinos, han de esforzarse tanto o más en compensar mediante buenos modales, las ventajas que les negó el azar. Nadie elige su país o su padre: todo el mundo puede adquirir buen modo y buena conducta.
Hay sobre la tierra algo más preciado, más estimable y más amable que un niño piadoso, disciplinado, obediente y dispuesto a aprender?. Este interés por la educación se funda en dos convicciones: La primera, opuesta totalmente al pensamiento de Erasmo, es que el niño, como criatura, es malo, y que todo le arrastra hacia el mal. Solo la gracia puede salvarle, pero, al menos una pedagogía densa puede preparar el terreno y cortar provisionalmente sus malos instintos y su amenazadora espontaneidad. La segunda dice que, incluso estando condenados al pecado, estos niños llegarán a ser adultos que deberán vivir juntos y su preocupación religiosa, pasa a ser política, por eso en la mayor parte de los lugares en que la Reforma se ha impuesto, los programas son objeto de un minucioso control por parte de las autoridades laicas y eclesiásticas.



Esta enseñanza de la civilidad va destinada a los niños entre los siete años y los doce, cuando adquieren los elementos primeros del saber: leer, escribir y a veces contar. Pero la obra no se limita solo al mundo reformado; su lectura se recomienda en universidades como la de Lovaina en 1550 y en el texto comienzan a aparecer añadidos que lo acompañarán durante mucho tiempo: alfabetos, compendios de puntuación y de ortografía. Se trata ya de un manual. El texto evoluciona enseguida y también, las prácticas que posibilita, se le valora por sí mismo, así, dicen que es preciso aprender el texto de memoria, dialogarlo como un catecismo e incluso retener algunas máximas que deben saberse. En la escuela, el aprendizaje de las reglas es objeto de ejercicios que se repiten: el niño escucha al maestro, después repite, lee a su vez, escribe, recita….



Silabarios y cartillas constituían el arranque de un proceso que conduciría a los niños hasta las lecturas de adultos. Aprender la letra redonda, escribir con letra bastarda y a operar con las “cinco” reglas: sumar, restar, multiplicar, medio partir y partir por entero, constituía la enseñanza básica. En Madrid, en el año 1600 había unos 25 maestros que tenían aprobado el examen. Se escribía con cañón de pluma de ave, “derecho, no muy grueso, claro y transparente, redondo y liso, sin nudos, su casco delgado porque si es muy gordo es peloso”. La tinta más barata era la que resultaba de mezclar con hiel de jibia la tinta que usaban los curtidores para teñir los cueros de negro, pero la mejor tenía esta receta: “Echa a remojo en azumbre y medio de agua o de vino seis onzas de agallas partidas y déjalas cuatro o cinco días; luego sácalas y echas en aquel vino cinco onzas de caparrosa molida {sal férrica} trayéndola alrededor y tres onzas de goma arábiga por moler. Después échalo todo junto y menéalo muy bien y tenlo al sol dos o tres días más[1]
[1] Citado por Fernando Jesús Bouza en La vida cotidiana en tiempos de Velázquez.P. 238

No hay comentarios:

Publicar un comentario